“Ya saben: neoliberalismo, ese elemento o ‘ente’ perjudicial y nocivo que ha arruinado a nuestras sociedades, que ha desarticulado el tejido social, que ha puesto en crisis (¡o es la crisis misma!) a nuestro sector público y que nos ha hecho a todos más egoístas e individualistas...”
Si hay algo que une a toda la izquierda y que genera un amplio consenso progresista es, sin lugar a duda, la crítica hacia el neoliberalismo. Ya saben: neoliberalismo, ese elemento o “ente” perjudicial y nocivo que ha arruinado a nuestras sociedades, que ha desarticulado el tejido social, que ha puesto en crisis (¡o es la crisis misma!) a nuestro sector público y que nos ha hecho a todos más egoístas e individualistas. Conocen el relato. Pero, detengámonos un instante.
Las declaraciones de Felipe González en el congreso del PSOE del pasado año cargando contra el neoliberalismo causaron cierto revuelo y sorna contra el exmandatario. El expresidente afirmó que: “El neoliberalismo ha sido una deformación que ha generado mucha desigualdad. Necesitamos un nuevo pacto social del siglo XXI, pero mirando al futuro y no al pasado”. Aunque, eso sí, González acabó dejando un revelador: “el neoliberalismo ha acabado con la pobreza”.
Puede parecer contradictorio ser la punta de lanza de la desregularización y a la vez un defensor de un “capitalismo responsable y redistributivo” frente a la perversión especulativa y neoliberal, pero realmente es la naturaleza misma de la socialdemocracia. Es como cuando el PSOE se presenta como el principal impulsor del identitarismo más formal y gestual —incapaz de cuestionar el núcleo de la realidad social— y, al mismo tiempo, defensor del obrerismo más rancio y paladín del “genuino” feminismo frente a la “perversión” “posmo-queer” (sic).
Neoliberalismo y socialdemocracia son dos caras del mismo relato; aunque, no nos adelantemos. Para empezar que quede clara una cosa: es difícil hablar de la existencia de algo así como una doctrina “neoliberal”. “Neoliberalismo” es, sobre todo, un término casi ineludible en todo discurso político progresista; una figura que sirve como elemento cuasi-legitimador; un “algo” a lo que oponerse, un lugar común en el que configurarse en su negación. La cuestión es que es un vocablo tan difuso que es usado en ámbitos muy diversos, algunos cercanos a la derecha liberal (que en ningún caso se suelen reconocer dentro del concepto “neoliberal”, como ahora veremos), con lo que tanto su potencialidad crítico-analítica, como su capacidad de articulación política, están en entredicho. A modo de ejemplo: Lasalle, escritor liberal y exdiputado del Partido Popular, decía en una entrevista en El Salto que “libertarismo y el neoliberalismo que se invocan muchas veces en Madrid no es liberalismo. Es tan evidente como diferenciar a Ayn Rand de Hannah Arendt” y “Se trata de recuperar las bases humanistas del liberalismo y resignificarlas críticamente”.
Como se puede ver diferentes personalidades desde diferentes ambientes políticos e ideológicos acaban compartiendo su oposición al neoliberalismo. Pero, claro, ¿qué es el neoliberalismo?
Tres apuntes iniciales que no entraré a desarrollar:
Una vez hechas estas matizaciones, una aclaración (como siempre). No soy economista, con lo que el enfoque en este artículo será superficial y más cercano a un punto de vista historiográfico, entre comillas, que a la teoría económica. A pesar de esto, lo que se pretende es un acercamiento a su conceptualización y contextualización histórica a modo de esbozo, que busque la problematización de este término tan usado en el discurso político actual.
El objetivo, en definitiva, es proponer una mirada plural al “neoliberalismo” desde diferentes enfoques con el que poder plantear unas breves notas sobre las consecuencias, negativas, tanto de su uso conceptual, como de la consecuente articulación política (en oposición) por parte de la izquierda.
Neoliberalismo puede, en primer lugar, entenderse como un proceso socioeconómico. Como una respuesta a través de la financiarización a la crisis de acumulación del capital tras las crisis del petróleo de los años setenta. Bajo este enfoque, podemos subsumir categorialmente al periodo histórico-económico entre las dos últimas —sin contar la recesión internacional generada por el Covid-19— grandes depresiones del capital: la coyuntura entre 1973 y 2008; es decir, el ciclo internacional iniciado tras el desplome del modelo económico de posguerra: el modelo keynesiano (o cercano al keynesianismo) de los acuerdos de Breton Woods (1944).
Sin entrar en detalles, la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial fue de una gran expansión del capital en las economías occidentales, la llamada Golden Age: las décadas de plata (años cincuenta) y de oro (sesenta) del capitalismo. La Crisis del Petróleo en 1973, y la estanflación generada (concurrencia entre inflación y recesión en una misma coyuntura económica), supusieron la descomposición del modelo post-Breton Woods al romperse sus premisas básicas: el doble superávit americano y el fin de la convertibilidad del dólar en oro —aprobada ya por Nixon en 1971— que era la base con la que se sostenía el sistema internacional de cambio hasta entonces.
En este ciclo posterior al Crash de 1973, la financiarización irrumpió, masivamente, ante la enésima crisis de rentabilidad, de esta forma los derivados financieros especulativos acabaron sustituyendo a los valores de intercambio tradicional (tangibles o intangibles) en la centralidad del capital internacional en su proceso de valorización constante. Además, siguiendo a Ekaitz Cancela en su obra Despertar del sueño tecnológico (2019), Estados Unidos acabó desarrollando un amplio proceso de financiación público-privada dirigida a la industria de las telecomunicaciones en un contexto de Guerra Fría, en donde el discurso económico de los hijos de Hayek (en muchos casos bastardos) acabaría imponiéndose como “sentido común de época”.
La irrupción discursiva y fáctica de la desregularización acabó con el consenso en torno al estado social. Las grandes privatizaciones implicaron el desmantelamiento o degradación masiva de lo entramados asistencialistas de los estados liberales (los llamados “estados del bienestar”), pero, frente a la consideración habitual que entiende al neoliberalismo en oposición al estado, este ciclo terminó con el refuerzo del aparato represivo estatal en un contexto tanto de intensificación de la Guerra Fría, como de conflictividad social en términos de clase.
El capital necesita al estado, siempre lo ha necesitado y siempre lo necesitará, por muchas fantasías anarcoliberales que lo nieguen. Tanto el gasto público en países como Estados Unidos, como el papel activo del estado en la economía, no solo no se redujeron durante este periodo, sino que se vieron, cuantitativamente, incrementados, como se puede, por ejemplo, observar tras la Gran Recesión de este siglo (2008), en donde el rescate del sistema bancario y financiero mundial se saldó con una inyección masiva de crédito por parte de los estados occidentales.
En paralelo, y de forma inmanente a este ciclo —es decir, como parte ideológica del mismo proceso— nos encontramos con el discurso económico que lo posibilita y que es a la vez su correlato legitimador.
Mucho se ha escrito sobre la existencia de algo así como una doctrina o teoría económica “neoliberal”; no obstante, “neoliberal” no corresponde realmente con ninguna escuela económica, ninguna corriente se reconoce bajo esta etiqueta. Tan es así que los herederos de estas tradiciones tampoco se identifican con nuestra sociedad “neoliberal” actual, de hecho, según P. Mirowski, ellos se articulan como oposición intelectual frente a lo que entienden como un mundo en donde el socialismo es hegemónico. Neoliberalismo (económico), por ende, es un “cajón de sastre” que se suele utilizar para hablar de toda una serie de corrientes dispares con rasgos transversales en común (defensa de la desregularización, hegemonía del mercado, etcétera), pero que en ningún caso hay que confundir, tampoco, con una recuperación o continuación, “tal cual”, de los postulados de la economía neoclásica. De nuevo Philip Mirowski señalaba en un brillante artículo en la revista American Affairs unas aclaraciones conceptuales que pueden ser de interés:
“el neoliberalismo y la economía neoclásica son dos escuelas de pensamiento diferentes. Este último data de la década de 1870 y abarca modelos matemáticos de optimización restringida de la utilidad, que todavía existe hoy como el núcleo de la ortodoxia económica. El neoliberalismo, por el contrario, data de la década de 1940, si no antes, y es una filosofía general de la sociedad de mercado, y no un conjunto estrecho de doctrinas restringidas a la economía. Además, los neoliberales son escépticos del “cientificismo”, como la fuerte dependencia de las matemáticas, y tienen una relación conflictiva con la economía neoclásica.”
Sin embargo, lo más cercano a lo que podemos entender bajo la categoría de “neoliberalismo económico” son aquellos postulados que buscaron consolidarse en la marginalidad durante la expansión del modelo de Breton Woods. Configurándose, estos, en clara oposición y hostilidad tanto hacia la relativa hegemonía keynesiana en los países occidentales, como a la propagación internacional del marxismo. Y es aquí donde la Escuela Austriaca, con economistas como Hayek y von Mises, tuvo un papel destacado. Los austriacos intentaron canalizar y propagar sus ideas en un clima internacional aparentemente poco favorable, creando, junto a otros muchos economistas y teóricos (como el escritor Walter Lippman o el filósofo Karl Popper), organizaciones como la Sociedad Mont Pelerin (SMP), antecedente de los think tanks actuales, con el objetivo —ulteriormente exitoso— de generar un verdadero proceso de construcción contrahegemónica de naturaleza netamente reaccionaria y antisocialista; hostil a la economía planificada y a la justicia social hasta en claves socialdemócratas; y con postulados filosóficos que naturalizaban la sociedad de mercado, entendiéndola como consustancial a la humanidad, como parte de su estado de naturaleza.
La consolidación y hegemonía de estos postulados llegaría décadas después, como parte del ciclo económico anteriormente señalado, e irrumpiendo políticamente a través del neoconservadurismo (cuarto punto). Ahora bien, a partir de los setenta es la Escuela Económica de Chicago, con economistas como Friedman o Stigler, la que adquiere un mayor protagonismo. Pese a que estos se consideren continuadores de Hayek, Friedman llevó a cabo una labor de reconciliación con los postulados neoclásicos, así como una simplificación de la tradición austriaca. Le debemos a él la confusión entre libertarismo y liberalismo, así como la dispersión conceptual y la comprensión unitaria de todas estas escuelas como una unidad. (Mirowsky, op. Cit)
Aun así, frente a lo que se puede entender como libertarismo o anarcocapitalismo, que sí promueven directamente la desaparición de toda forma de gobierno, las propuestas políticas de autores como Hayek o Friedman no van dirigidas hacia la abolición del estado como tal, como muchas veces se repite. Al contrario, estos economistas manifestaron ideas muy autoritarias de lo político, dirigidas todas ellas a defender modelos más restrictivos y menos representativos desde el punto de vista democrático, como pueda ser la restricción del acceso a la política en base a la propiedad, mandatos más largos y menos sometidos a los ciclos electorales, o, incluso, la defensa de ideas cercanas a lo dictatorial. No hace falta, siquiera, señalar el conocido papel de Friedman y los Chicago Boys en la dictadura de Pinochet.
Pero si hay algo que tiene en común estas corrientes es, como hemos adelantado más arriba, la comprensión del mercado casi como ente mediador último de la realidad y la verdad metafísica. Claro, cuando se habla de neoliberalismo, se suele confundir estas escuelas económicas del relato hegemónico del que forman parte, lo que nos lleva al siguiente punto:
La mayoría de los artículos que se enfrentan al problema del neoliberalismo remarcan su carácter como “sentido común de época” que atraviesa todas las esferas mediáticas, culturales e intelectuales y cuyas consecuencias implican la comprensión del mercado como mediación última de lo real, como ente que determina lo genuinamente útil y válido, como expresión más nítida de la naturaleza humana y como dotador de verdad ontológica.
Pero, claro, nada de estas características que hemos señalado son nuevas en el pensamiento económico, son estas coordenadas (salvando la distancia histórica) a las que Marx confrontó en su Critica de la Economía Política, entendiendo la Economía Política, como forma en la que la sociedad moderna, como sociedad capitalista, se piensa a sí misma bajo el velo de la ideología (en términos marxianos); es decir, ideología en tanto naturalización de unas relaciones de producción capitalistas que son históricamente constituidas.
Por ello, la clave de este “sentido común de época” es que tanto el discurso neoliberal, como el antineoliberal, comparten el olvido de la Critica a la Economía política y, por ende, la renaturalización del discurso liberal. Esta es la gran victoria “hegemónica” de lo que se puede entender como “neoliberalismo”: la construcción ideológica de la izquierda en torno a la oposición de lo neoliberal, pero una oposición que se establece dentro de sus límites. En otras palabras, el antineoliberalismo se configura bajo las coordenadas mismas de la economía de mercado: fetiche del estado, la comprensión de “lo político” como esfera autónoma separada de lo económico, el anhelo por épocas pasadas de expansión del capital, el énfasis en el problema de la distribución mientras se naturalizan las lógicas productivas mismas, etcétera. Ahora volveremos.
Con “neoconservadurismo” pasa algo similar con “neoliberalismo”, es un término con tanto “uso y desuso” que es difícil precisarlo conceptualmente. No obstante, podemos entenderlo como la expresión política del nuevo ciclo económico, sirviendo como punta de lanza de la desregularización.
El termino neoconservadurismo se originó, inicialmente, como insulto. M. Harrington, socialista estadounidense, llamó “neoconservadores” a un sector intelectual “progresista” (lo que en Estados Unidos se entiende como “liberal”) que, a principios de los setenta, eran críticos tanto con la política exterior del Partido Demócrata, como con el enfoque “cultural” de este en un ambiente posterior al auge de la Nueva Izquierda y los movimientos contraculturales.
Kirston Irving, uno de los padres intelectuales de este movimiento junto a Daniel Bell, lejos de sentirse insultado acabó por identificarse con el término. Claro, esto es más revelador de lo que parece. El “nuevo conservadurismo”, frente al “viejo”, no procede de los círculos conservadores clásicos, sino que nace en ambientes progresistas, como resultado de una reacción a la deriva cultural de la izquierda y sus políticas de la diversidad. No hace falta, siquiera, señalar los paralelismos actuales.
El neoconservadurismo es, por tanto, una reacción a la contracultura progresista de los sesenta y, al mismo tiempo, una defensa acérrima del libre mercado en un contexto de desmantelamiento de los estados de bienestar, como hemos estado reiterando. Su manifestación práctica fue la de un amplio proceso de disciplina de clase y de desmantelamiento de los movimientos sociales contraculturales a través de dos enfoques: una dura represión hacia los movimientos más subversivos y anticapitalistas (como las huelgas mineras en Reino Unido, o el movimiento Black Panther es Estados Unidos), y una institucionalización y aceptación normativa de los derechos civiles desde el punto de vista reformista. Circunscribiendo, así, tales problemas sustanciales a cuestiones normativas del derecho positivo, lo que diferencia al neoconservadurismo del conservadurismo tradicional y de la alt-right actual. El abandono, relativo, del conservadurismo moral, surge como respuesta a la necesidad de una sociedad todavía más normativizada, en donde la diversidad fuese canalizada formalmente por el estado y sustancialmente por el mercado. Esto implicó discursivamente una contraposición conceptual entre “igualdad” y “diversidad” en donde “igualdad” y “homogenización” se ven, falazmente, identificadas; unas coordenadas conceptuales que muchos, desde la izquierda, han acabado aceptando inconscientemente.
Esta política tuvo su eclosión, a modo de ejemplificación, en los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Reino Unido, y acabarían por ser aceptados, programáticamente, por parte de los partidos socialdemócratas occidentales. Nada que no se haya dicho con anterioridad en infinidad de textos y que no vale la pena profundizar.
Sea como fuere, el neoconservadurismo presenta una génesis diferente a la del neoliberalismo económico, juntos conforman una especie de bloque histórico; aunque, no sin tensión interna. Wendy Brown, filósofa estadounidense, señaló varias antinomias entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo: la oposición entre un mundo conservador del deseo versus la explotación del deseo por parte del neoliberalismo, la conservación de las formas de vida tradicional versus su disolución neoliberal, una racionalidad moral y regulatoria versus una racionalidad técnica y “amoral” propia del capitalismo especulativo. No obstante, la autora señala como esta incoherencia en el plano de la “racionalidad política” es superada por una simbiosis en la “subjetividad política”: ambos acaban coincidiendo en su ataque a la esfera pública y a la democracia, generando, en palabras de la autora, un nuevo tipo de ciudadano que busca sus soluciones en las mercancías y no en la política.
El problema es que Brown acaba reproduciendo parte de los vicios categoriales reiterados hasta ahora, ya que acaba desligando la democracia y la política de las propias relaciones de producción que las posibilitan, como anhelando una repolitización de lo real, capaz de democratizar la esfera pública y regenerar el tejido social, lo cual nos lleva a mis notas finales a modo de conclusión.
He ido dejando pistas a lo largo del texto. El relato antineoliberal en la izquierda ha derivado en un discurso estéril incapaz de problematizar los límites de nuestra realidad actual. La crítica al “neoliberalismo”, tras las crisis de 2008, es un anhelo hacia épocas expansivas del capital y sus ramificaciones asistencialistas por parte del estado liberal. Se anula, así, la crítica hacia la estructura misma de la sociedad capitalista, entendiéndose el neoliberalismo casi como una “perversión” del capital, como un ente disgregador y “psicópata” que ha sustituido el trabajo productivo por la especulación.
Bajo esta concepción, figuras como Thatcher y Reagan son presentadas como “grandes individuos de la historia”, personalidades que determinan el tiempo historio bajo su voluntad, algo propio de las interpretaciones historicistas del siglo XIX. Resultando esto en un discurso que acaba personificando toda la serie de procesos impersonales y estructurales que hemos ido detallando hasta hora, dependientes de las fases históricas de expansión de capital, y en la que estos individuos se ven, igualmente, envueltos.
El relato antineoliberal supone la reducción de los discursos políticos de izquierda a un enfoque sobre el reparto y la redistribución del crédito en detrimento al cuestionamiento de la naturaleza del propio crédito en relación con las fuerzas productivas, naturalizándolas. Además, la defensa del “asistencialismo y de la búsqueda de una normativa garantista implican el anhelo e identificación hacia formas socialdemócratas y hacia el estado social y el consenso keynesiano, las cuales tienen como condición de existencia las relaciones de producción capitalistas. El asistencialismo de los estados del bienestar, atacado por la desregularización, y añorado por los nostálgicos del keynesianismo, no buscaba la asistencia por la asistencia misma: el objetivo es mantener el crédito y los niveles de consumo para evitar tendencias recesivas en el capital. Su finalidad es salvar al capital. El dilema Keynes vs. Hayek está truncado.
Asimismo, las alternativas construidas en torno al antineoliberalismo, son incapaces de cuestionar los límites de lo dado y de la política parlamentaria y gubernamental, ya que comprenden tales espacios como “elementos neutrales” a conquistar, y no como una parte integral del modo de producción capitalista, circunscribiendo la praxis a la toma del poder político. Por eso, en palabras de Asad Haider en su genial y recomendable obra Identidades mal entendidas, señalaba:
“No importa qué promesas hagan los políticos en tiempos de prosperidad —mejor sanidad, más trabajo, nuevas infraestructuras— una vez estos políticos entren en el gobierno, estarán obligados a gestionar el modo capitalista de producción y a asegurar las condiciones para el crecimiento. En el contexto de la crisis económica, deben necesariamente proponer soluciones que vayan en interés del capital y puedan obtener su apoyo. […] mientras no se desafía la estructura subyacente del capitalismo, deben usar sus conexiones con los líderes sindicales «no para hacer avanzar, sino para disciplinar a la clase y a las organizaciones que representan».”
Cuanto antes abandonemos el término y lo que implica (aceptar los límites impuestos por aquello que se crítica, la ideología liberal) mejor para todos. Es un concepto impreciso, reformista, complaciente, con poca altura de miras. Supone, en definitiva, ver al mundo dentro de unas coordenadas socialdemócratas, afirmando aquello que debe ser negado.
Cuando el país más poderoso y rico del mundo, con la economía más grande y las fuerzas militares más potentes, anuncia que enfrenta una grave emergencia en la que el comandante en jefe invoca la Ley de Producción de Defensa (que otorga poderes de emergencia para obligar la fabricación de productos esenciales) y anuncia la Operación Vuela Fórmula con el fin de usar aviones federales para obtener productos en el extranjero, uno supone que es un problema existencial. Pero cuando resulta que todo esto es porque de repente hay una carencia de fórmula para bebés, es señal de que algo anda muy mal.
Cuando se revela que la esposa de Clarence Thomas, uno de los nueve integrantes de la Suprema Corte, participó directamente en los esfuerzos para fomentar un golpe de Estado e intentar anular el voto presidencial, y su marido pretende que puede ser "imparcial" al evaluar casos relacionados al proceso electoral, es otra señal de que algo está muy mal.
Que los multimillonarios ejercen su enorme poder financiero para definir elecciones, y sus gastos millonarios en campañas electorales son oficialmente consideradas como "libertad de expresión", fue calificado por el ex presidente Jimmy Carter, desde hace siete años, como un Estados Unidos convertido en "una oligarquía con soborno político ilimitado", y las cosas se han deteriorado desde entonces. El ex secretario del Trabajo y profesor de políticas públicas en la Universidad de California Robert Reich afirmó recientemente que Estados Unidos se presenta como el faro de la democracia en contraste con las autocracias de China y Rusia, "pero la democracia estadunidense está en peligro de sucumbir al mismo tipo de economías oligárquicas y nacionalismo racista que prospera en ambos esos poderes".
A la vez, mientras el presidente y su secretario de Estado y los líderes legislativos insisten en que son los guardianes del derecho internacional y como jueces supranacionales advierten que los responsables de cometer crímenes de guerra serán obligados a rendir cuentas, el subconsciente de la cúpula política estadunidense los traiciona en maneras que hubieran divertido a Freud. El miércoles pasado el ex presidente George W. Bush, en un discurso en su centro presidencial en Dallas, declaró que "fue la decisión de un hombre lanzar una invasión totalmente injustificada y brutal a Irak", y de inmediato corrigió, y dijo que se estaba refiriendo a Putin y su invasión a Ucrania pero, con risitas, después dijo, casi susurrando, “Irak también, de todas maneras…” antes de continuar. Su ex secretaria de Estado Condoleezza Rice ya había afirmado en una entrevista a finales de febrero, en referencia a Rusia, que la invasión de una nación soberana es un crimen de guerra, sin titubear ni corregir, mostrando su increíble incapacidad, como el resto de la cúpula estadunidense, de reconocer su hipocresía.
Cuando una invitación de la Casa Blanca a mandatarios en América Latina y el Caribe ya no obliga a todos a presentarse en la fiesta para la foto hemisférica con el estadunidense al centro, algo ha cambiado en su patio trasero (aunque diga muy amablemente que ya lo considera como jardín al frente de su mansión), otra señal aún no percibida por ellos de que no les va bien.
Cuando las mayorías desean derechos a la salud (incluido el aborto), educación, vivienda, salarios dignos, respeto a las libertades civiles y una reforma migratoria, y la cúpula sencillamente no cumple, o no responde, ¿eso se puede llamar un sistema democrático?
Vale preguntar ante todo esto si tal vez Estados Unidos no debería ser invitado a la próxima Cumbre de las Américas hasta que resuelva sus tendencias autocráticas, logre garantizar el sufragio efectivo y hacer que los responsables de minar derechos y libertades civiles y de cometer crímenes de guerra sean enjuiciados y rindan cuentas tanto a su propio pueblo como a la comunidad internacional.
Hay muchas señales de que a Estados Unidos se le está cayendo el sistema.
Stevie Wonder, Blowin’ in the Wind. https://www.youtube.com/watch?v=y8q1I9f1l4U
Rising Appalachia. Resilient. https://www.youtube.com/watch?v=tx17RvPMaQ8
Presentamos este artículo de Isabel Benítez y Xavier García, que aporta otros puntos de vista al debate sobre teoría de la reproducción social, trabajo de cuidados y capitalismo, que se ha reabierto en los feminismos anticapitalistas, materialistas, marxistas y socialistas, al calor de la pandemia y que venimos reflejando en estas páginas, con artículos propios y también de otras revistas. En este caso, se trata de un artículo publicado originalmente en la revista catalana Catarsi. Isabel y Xavier integran el Seminari Taifa, que se define como "un espacio auto-organizado, dedicado a la autoformación y la divulgación de la crítica de la economía política, con el objetivo de contribuir a la transformación de la sociedad actual hacia una sociedad no capitalista mediante la creación y el impulso del pensamiento crítico desde y para los movimientos sociales".
Este artículo, basado en las notas de la presentación del libro inédito El trabajo doméstico, El Capital y la vida (Historical Materialism, Barcelona 2021) aborda la cuestión de la reproducción social y apuesta por recuperar la centralidad del concepto "trabajo".
La reactivación de un frente de masas de carácter feminista en la última década ha revitalizado debates de carácter analítico y político, que habían quedado postergados durante los 2000, a pesar de que la agenda de los organismos internacionales se llenaba de objetivos y metas respecto a la igualdad entre hombres y mujeres, la lucha contra la feminización de la pobreza y el empoderamiento femenino.
Queremos compartir una reflexión que se gesta en este contexto y en la insatisfacción respecto a los análisis y marcos explicativos que había sobre la mesa. Una de estas insatisfacciones tenía que ver con el (mal)trato que recibía el análisis marxiano por el grueso del activismo feminista. La aparición de la literatura de la "reproducción social" dio empuje al debate en el seno del Seminario de Economía Crítica Taifa y ha nutrido nuestra reflexión, que nace de diversas incomodidades: respecto a la crítica vulgar a las categorías marxianas; respecto a los lugares comunes no debatidos en torno a la división sexual del trabajo, respecto a la "búsqueda" del sujeto revolucionario segmentado en todas partes (también dentro del campo de la liberación del sexo/género) y las propuestas políticas hegemónicas que se derivan.
Y al mismo tiempo también responde a varios deseos: poner a prueba el marco marxiano para mirar qué alcance o limitaciones presenta para dar cuenta del trabajo doméstico, el aspecto más señalado como crítico en la opresión de las mujeres de la clase trabajadora en las sociedades capitalistas; y también tensionar las críticas y aportes al respecto realizadas desde el campo del "feminismo marxista/socialista" o "anticapitalista", en un sentido suficientemente amplio, que incluiría desde la escuela de Dalla Costa y Federici, hasta la rama izquierda de la Economía Feminista. Corrientes que, pese a las diferencias, tienen en común la letanía sobre la insuficiencia del pensamiento de Marx para tratar la emancipación de las mujeres.
Como pensador de la vida y la libertad, consideramos necesario reivindicar el pensamiento de Marx en el análisis de cuestiones que tienen que ver con la reproducción de la clase trabajadora. Pero no es una reivindicación retórica, voluntarista, sobre eslóganes y lugares comunes. El trabajo que hicimos —y de lo que presentamos unas líneas como aperitivo— pretende desplegarse desde el crudo análisis de los elementos teóricos, aunque esto puede acarrear una abstracción poco amiga de la divulgación; pero fue una apuesta por ceñirnos, dentro de nuestras posibilidades, al desarrollo que nos ofrecen las categorías marxianas originales y no a las categorías marxianas "filtradas" por la divulgación feminista.
El propósito del presente artículo es enunciar las tesis a las que hemos llegado en el plano analítico y algunas de sus posibles consecuencias políticas. Pero este ejercicio, por nuestra parte, no está cumplido y está abierto al diálogo fraternal. Por otra parte, nuestra reflexión tampoco nace de la nada: se conecta con las reflexiones de Lise Vogel y de Michael Lebowitz.
Actualmente los análisis hegemónicos sobre la "cuestión de la mujer" o "la opresión sexo/género" de inspiración anticapitalista, en un sentido amplio, se construyen sobre un apriorismo teórico: la aceptación (implícita o explícita) de que la dominación machista , masculina, de las sociedades capitalistas contemporáneas y, por tanto, de que la situación de las mujeres de la clase trabajadora en las sociedades capitalistas contemporáneas tienen una explicación particular respecto a la dinámica del capitalismo internacional.
Este particularismo se refleja, por ejemplo, en la separación analítica de la condición social de las mujeres de la clase trabajadora respecto a la del conjunto de la clase. Esta segregación en el análisis emana de la aplicación de una premisa inicial: la división sexual del trabajo. También tiene una traducción política en el debate sobre "los sujetos revolucionarios" o "sujetos de lucha", en virtud del cual se subraya la potencialidad política específica de las mujeres de la clase trabajadora. Cabe decir que esta acotación a "mujeres de la clase trabajadora" en los relatos al uso se emplea como sinónimo de "el conjunto de mujeres" o, como mínimo, de la "mayoría de las mujeres" (feminismo del 99%), una delimitación por tanto, inestable y muy voluble tanto discursiva como políticamente.
Nuestra reflexión no niega la especificidad de la situación de las mujeres de la clase trabajadora. Sin embargo, la matriz de nuestro análisis no parte de las mujeres, ni de la división sexual del trabajo, ni de un sistema sexo/género apriorístico, sino de la categoría trabajo y su íntima relación con la libertad. Es decir, fundamentándonos en la forma en que el modo de producción capitalista configura el trabajo, haciendo imposible (dentro de este modo de producción) su control social global y, por tanto, su desarrollo de forma auténticamente libre y consciente, encontramos un marco explicativo para el menosprecio social de un conjunto de trabajos orientados a la satisfacción de las necesidades y no a la valorización del capital. Actividades que incluyen todo lo que, brevemente, llamamos "trabajo doméstico no remunerado" o "no mercantilizado" donde, efectivamente, las mujeres de la clase trabajadora están sobrerrepresentadas, pero donde también aparecen otros segmentos del proletariado internacional.
El análisis marxiano se articula en torno a la categoría del trabajo en la medida en que éste es el principal elemento constitutivo del desarrollo de la vida humana y del despliegue de la libertad. Sin embargo, Marx en su obra primordial no desarrolla a fondo la cuestión antropológica, sino que más bien es el suelo que se da por supuesto. Este planteamiento tiene sentido en la medida en que El Capital trata de explicar por qué el trabajo no puede constituirse como tal en todo su potencial emancipatorio: por qué no puede desarrollarse plenamente la vida, qué es lo que impide constituir una sociedad libre, por qué la relación del ser humano con la naturaleza, la suya propia y la externa, queda sistémicamente restringida. En síntesis, la obra de Marx es, en el fondo, la reflexión consecuente de un pensador de la libertad y la vida, que para evitar caer en esencialismos, no tiene más remedio que explicar el no-ser de su desarrollo.
La referencia de Marx a la vida y la libertad se da de forma indirecta, en la medida en que como decíamos, de lo que se trata en su obra es de explicar su limitación en el capitalismo. De ahí que eslóganes como "poner la vida en el centro" o "la contraposición capital-vida" no puedan ser establecidos como un punto de partida de nuestro análisis. Consideramos que la comprensión de las dificultades de reproducción de la clase trabajadora -la que se realiza en el ámbito doméstico y más allá de éste- descansa sobre un fundamento más sólido si las estudiamos a partir de la forma característica que toma el trabajo en el capitalismo: el trabajo abstracto, la sustancia que constituye el valor. Al tirar del hilo de las dimensiones en las que el trabajo se hace abstracto en el capitalismo encontraremos, en primer término, su contraposición al trabajo concreto -aquel que se lleva a cabo con unos procedimientos, herramientas, tiempo, etc., concretos, y que tiene como resultado un valor de uso, es decir, la satisfacción de alguna necesidad—. En el capitalismo esta dimensión del trabajo es subsidiaria de su vertiente abstracta —la sustancia valor—, o dicho más llanamente, en las economías capitalistas la satisfacción de necesidades está supeditada a la valorización del valor. Y esta subordinación nos lleva a aspectos relevantes como que las relaciones sociales y las cualidades del trabajo se presentan como relaciones y cualidades de las cosas, dando lugar a una sociedad fetichizada y reificada, donde el mundo social -en toda su amplitud y diversidad — se despliega en función de la acumulación de capital.
Es este análisis el que nos lleva a la tesis de que la reproducción de la clase trabajadora queda desplazada por la abstracción del trabajo, de modo que la clase productora pierde el control de su propia reproducción, que se realizará mediante el salario (es decir, el mercado), la provisión estatal y el trabajo doméstico no mercantilizado. Así, el control de los medios de producción queda lejos de sus manos y los frutos de su trabajo, producidos por su relación como fuerza de trabajo con estos medios de producción, se vuelven contra la propia clase trabajadora, rehabilitando, con cada ciclo productivo, su subordinación. Por lo que respecta al trabajo doméstico no mercantilizado, al encontrarse fuera del circuito de valorización del capital, resultará excluido del canal central de la fuerza productiva social y se realizará con medios de producción pobres y subsidiarios, atomizados y aislados, que conducirán a tareas repetitivas, empobrecidas, que refuerzan la subordinación e impotencia política de la clase trabajadora al nutrir jerarquías y violencias en su seno. Por último, la provisión estatal mediante servicios públicos y ayudas —con contradicciones y tensiones— abundará en la reducción de los seres humanos a su condición de fuerza de trabajo y en la perspectiva política que separa la esfera de la producción de sus efectos en esfera social.
Este enfoque nos lleva a diversas tesis de impacto político. Destacamos dos. Todos los procesos y luchas que permiten vislumbrar o que tensionan la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora más allá de la condición de fuerza de trabajo (empleable o prescindible), lo que en Más allá de El Capital Lebowitz llama "reproducción ampliada de la clase trabajadora para sí", van más allá del "trabajo doméstico" y de las mujeres de la clase trabajadora.
Podemos defender que la emancipación de la relación social capitalista, el pleno despliegue de la potencia social al servicio de las necesidades humanas es la llave maestra de la libertad humana, esto es del control de sus determinaciones sociales e individuales, siendo especialmente "beneficiarios" de esta emancipación los segmentos de la clase trabajadora centrifugados a estas funciones de "reproducción empobrecida", cuyo grueso son mujeres, efectivamente, pero también población migrante, racializada o ubicada en posiciones de subordinación social añadidas —pero no sustitutivas— a la condición de clase.
Esta visión ominicomprensiva otorga solidez a la intuición de una parte del activismo feminista anticapitalista de la que no hay emancipación posible dentro de las coordenadas del capitalismo. Si la lucha contra la "crisis de cuidados" no aborda el entramado del modo de producción capitalista, lo máximo a lo que puede aspirar es a estimular el desplazamiento de las opresiones a otros segmentos de la clase productora, con el consecuente impacto en la conciencia de clase o la unidad en la acción política. Este fenómeno ha sucedido por ejemplo con los procesos de asalarización de las proletarias en el centro imperialista y la expansión de las "cadenas internacionales de cuidados" con las migraciones asociadas a la atención a personas dependientes. El corolario de esta tesis es que, a pesar de los procesos "de reproducción ampliada" de la clase trabajadora, recaen con mayor intensidad en las mujeres; no son procesos periféricos de la lucha de clases (desde la perspectiva de la clase trabajadora) sino nucleares. Por tanto, esta opresión específica no es una especie de "supervivencia cultural" o de modos de producción precapitalistas que se puedan doblegar mediante la "sensibilización" o el "voluntarismo político", y tampoco se puede reducir a una "cosa de mujeres" , pues interpela al conjunto de la clase trabajadora y al conjunto del capitalismo como modo de producción.
Este análisis, por tanto, polemiza con el estado convencional de la cuestión del trabajo doméstico en el campo feminista y, especialmente con las conocidas como "teorías duales", aquellas que yuxtaponen a la dinámica del capitalismo otro sistema de "poder" o de "dominación" equipotente y paralelo (a menudo llamado "patriarcado", a pesar del abuso anacrónico del término; a menudo identificando a la familia como sistema de reproducción paralelo al capitalismo como sistema de producción). Efectivamente, creemos que partir de la noción "trabajo" en vez de la noción "mujer" (o la división sexual del trabajo) aporta más solvencia explicativa a la especificidad de las mujeres de la clase trabajadora en las sociedades capitalistas contemporáneas, puesto que articula la subyugación (y por tanto la emancipación por sexo/género) con la dinámica nuclear del capitalismo. Es decir, permite analizar el inextricable vínculo entre producción y reproducción para concretar, a partir de esta base, los mecanismos (opresiones, dominaciones, subyugaciones, represiones, etc.) que constituyen los estratos sociales y configuran la sociedad en su conjunto.
Por último, enunciar que la opresión de las mujeres trabajadoras opera en virtud de dos sistemas suele ubicarnos, de nuevo, en un territorio donde las relaciones sociales de producción a menudo se convierten en un "eje más" dentro de una especie de retórica interseccional. Sin duda son teorizaciones bastante versátiles para los relatos y estrategias políticas que subrayan una opresión de sexo/género interclasista (aunque después se hable de las mujeres trabajadoras). Políticamente estos fundamentos teóricos se deslizan hacia programas paliativos de carácter sectorial y de corte individualizador (ayudas para personas con ciertos atributos, por ejemplo), no articulan estrategias políticas de clase confrontativas, sino más bien de carácter defensivo y, a menudo, pensadas desde y para el centro imperialista en torno a la política parlamentaria. Creemos, en cambio, que el valor de la articulación analítica y conceptual que planteamos radica también en que es una herramienta para evaluar el potencial y las limitaciones de las políticas reformistas a mediano plazo, en tanto se visualizan los riesgos de profundizar la competición entre opresiones, y en tanto revitaliza la necesidad de estrategias superadoras e impugnadoras del capitalismo como totalidad.
Laos es una nación desconocida para la mayoría. Sin embargo, su apoyo a las tesis de la “economía de mercado orientada al socialismo”, su mirada particular del marxismo-leninismo (uno con “características laosianas”) y sus vínculos con sus vecinos obligan a tenerlo en cuenta.
Inserta en la región del Sudeste Asiático se encuentra Laos, antaño una parte constitutiva de los dominios imperialistas de Francia que vinieron a llamarse ‘Indochina’. Sus cerca de siete millones de nacionales habitan un territorio rodeado enteramente por otras naciones que le superan ampliamente en población, a saber: Myanmar, Tailandia, Camboya, Vietnam y China. Lo recóndito de su ubicación geográfica —ni siquiera tiene costa—, lo tímido de su demografía y la magnitud de algunos de sus vecinos ocultó al país del “millón de elefantes” para buena parte de la historiografía y la prensa mainstream.
De Laos se sabe, por lo general, entre nada y muy poco. Quizá en su propio beneficio, la prensa de las regiones más poderosas del mundo apenas posa sus ojos en el proceso político que está atravesando el país. En consecuencia, su gobierno no recibe los apelativos con los que “nuestros” medios se refieren habitualmente a estados como el cubano o el vietnamita. Tampoco de su población se habla como si fuese una suerte de masa acrítica “zombificada” y manipulada por la propaganda estatal, como suele hacerse —desde una perspectiva a menudo racista— con la ciudadanía china o norcoreana.
A Laos se le puede definir, en general, como “un estado socialista que está construyendo las bases materiales para el socialismo”, lo mismo que defienden los partidos comunistas de China y Vietnam. Según Estado y Partido en estos países, el pasado de violencia imperialista les sumió como nación en un estado de muy bajo desarrollo de las fuerzas productivas, socavando las posibilidades efectivas para la construcción del socialismo. En consecuencia, se plantea, es necesario un tiempo de desarrollo “tutelado” del capitalismo nacional bajo férreo dominio político del Partido Comunista (nombrado en Laos como Partido Popular Revolucionario —PPRL—). Esto, lejos de ser un dogma cerrado, da forma a buena parte de las discusiones dentro del país: ¿qué significa “desarrollo del capitalismo nacional”? ¿hasta dónde tiene sentido consentir la acumulación privada del capital? ¿cómo se defenderá el Estado frente al creciente poder de los capitalistas?
Su Constitución especifica lo siguiente: “Durante [los años] desde que el país fue liberado, nuestro pueblo ha estado cumpliendo unificadamente las dos tareas estratégicas de defensa y construcción del país, en especial la de emprender reformas a fin de movilizar los recursos dentro de la nación para preservar la régimen democrático popular y crear las condiciones para avanzar hacia el socialismo”. “Emprender reformas”, “movilizar recursos”, “crear condiciones” y “avanzar hacia el socialismo”. Esta es la hoja de ruta del socialismo con características laosianas. Como todo proceso político, solo el tiempo juzgará cuánto de cierto había en esa estrategia.
Para comprender Laos, conviene echar un vistazo a los escritos de sus propios teóricos y dirigentes. En el caso del socialismo laosiano, considerar a Kaysone Phomvihane es necesario. Su pensamiento, una suerte de “marxismo-leninismo adaptado a las circunstancias laosianas” —al estilo de otras edificaciones teóricas como el denominado Pensamiento de Xi Jinping (China)— incorpora también elementos del dirigente vietnamita Ho Chi Minh. Phomvihane planteó, luego de la independencia del país y la destitución de la monarquía en 1975, que el país debía hacer frente a cinco prioridades anteriores a la edificación del socialismo, a saber: 1. “normalizar” la vida de la gente (en cuanto a comida, ropa y vivienda); 2. afianzar el poder del Partido (arraigar en las “zonas blancas” realistas); 3. establecer instituciones estatales y abolir las instituciones feudalistas y coloniales; 4. diseñar la gobernanza post bélica; 5. “construir” la nación e integrar a las minorías (en Laos conviven más de sesenta comunidades étnicas diferenciadas, de las que el grupo ‘Lao’ es el mayoritario con cerca de un 40% de la población).
El desarrollo teórico y político laosiano tiene que ver con su particular historia marcada por la resistencia armada a la violencia imperialista de Francia, Japón y Estados Unidos. Como en el caso de Vietnam, Francia ocupó durante décadas el territorio actual de Laos como parte de la llamada ‘Indochina francesa’. Hasta la década de los cincuenta, el país sufrió la ocupación violenta de los imperialismos francés y japonés. Posteriormente, Laos se vio inmersa en las avanzadas del imperialismo estadounidense sobre la región. La ‘Teoría del Dominó’ norteamericana, según la cual los estados socialistas “contagiarían” a sus vecinos, motivó su incursión en Vietnam. Si triunfaba el FNLV —Frente Nacional de Liberación de Vietnam—, el socialismo se extendería por la región, motivo por el cual la estrategia anticomunista debía apuntar también al Pathet Lao, la organización comunista laosiana aliada al Vietnam del Norte que postulaba la independencia total del país y la conformación del socialismo nacional.
La “Guerra Oculta” que sufrió el pueblo laosiano paralelamente a la —por todos conocida— invasión estadounidense de Vietnam merece mención aparte. Como en su vecino, los bombardeos y el Agente Naranja fueron parte de la cotidianeidad durante mucho tiempo. Sobre este pequeño territorio fueron lanzadas más bombas que sobre la Alemania nazi. En un momento en el que el número de ciudadanos laosianos rondaba los tres millones, aproximadamente 50.000 perdieron la vida durante la guerra. Y, desde que la misma terminó en 1975, más de 20.000 han sufrido la misma suerte al explotar bombas que quedaron desperdigadas por el territorio nacional sin llegar a explotar en un primer momento.
Décadas de violencia externa legitiman el relato interno del PPRL y su mirada sobre el proceso como uno largo y que requiere de etapas contradictorias. Tras la lucha del Pathet Lao contra franceses, japoneses y estadounidense, el país se encontró falto de infraestructura industrial y, sobre todo, de una capa suficiente de intelectualidad obrera, ambos factores clave para el socialismo en aquellos países que abandonan bruscamente la dominación imperialista.
Sin duda, para un país tan pequeño, contar con una densa amistad política con China y, ante todo, con Vietnam, fue y es crucial. Luego de la liberación, Vietnam ayudó a Laos en lo referente a la infraestructura, pues la escasez de ingenieros dificultaba enormemente alcanzar los objetivos inmediatos. En compensación, Laos facilitaba alimentos, ropa y medicinas al vecino, inmerso en un cruel bloqueo del bloque capitalista. Esta relación colaborativa hunde sus raíces en la época misma del dominio francés, en la que los comunistas laosianos militaban junto a los vietnamitas en el Partido Comunista de Indochina. En nuestros días, este vínculo persiste. Véase, por ejemplo, cómo la falta de costa del país es parcialmente compensada por proyectos conjuntos como el Puerto Internacional de Vung Ang (en suelo vietnamita pero que pertenece en un 60% al Estado laosiano). Por su parte, China ha ayudado financiera y logísticamente en proyectos como el del tren que conecta la ciudad laosiana de Vientián con la provincia china de Yunnan, clave para el que es el único país sin salida al mar de todo el Sudeste asiático.
“Socialismo de mercado”, “orientación al socialismo”, “las bases materiales del socialismo”, “marxismo-leninismo con características laosianas, chinas, vietnamitas…” Existen múltiples formas para denominar lo que algunos países regidos por la forma política del unipartidismo socialista están llevando a cabo en el plano del desarrollo económico. En Laos, conviven tendencias que a priori podrían parecer profundamente contradictorias pero que, al menos dentro del país, se explican bajo un plan supuestamente largoplacista de un Estado que, por su propia configuración política, puede esperar un considerable grado de continuidad con el paso del tiempo y un control efectivo sobre los grandes acumuladores de capital.
A fines de los años ochenta, el país se abrió a la inversión extranjera y al comercio con el mundo capitalista. Desde entonces, el PIB nacional ha crecido en cotas de entre el 4 y el 8%. La inversión privada extranjera y el fomento del desarrollo del capitalismo nacional queda supeditado al consentimiento del vínculo entre Partido-Estado. Con Tailandia, China y Laos como principales socios comerciales, Laos se proyecta hacia el exterior como una economía en vías de desarrollo receptiva de capitales extranjeros (públicos y privados) siempre y cuando acepten jugar bajo las normas particulares del socialismo laosiano.
En Laos, un amplio porcentaje de la población trabajadora se dedica a tareas agrarias, lo que confiere a la cuestión de la tierra una importancia todavía más grande que la que, de manera intrínseca, le corresponde habitualmente al asunto en los países socialistas. Dado que la producción primaria es la más inmediata tarea que enfrenta una nación periférica a la hora de asegurar su soberanía alimentaria y productiva, y dado que el marxismo piensa las grietas de clase en términos internacionales, los partidos comunistas que gobiernan en regiones antaño colonizadas imponen gran importancia a la gestión de la propiedad de la tierra. Desde que el PPRL se hiciese con el poder estatal, el suelo ha sido de propiedad pública sin posibilidad de venta; sí se consiente, previa autorización del Estado, el arrendamiento por particulares, fundamentalmente pequeños campesinos del país.
El socialismo laosiano, por su presencia en el sistema capitalista, afronta grandes contradicciones en la relación entre el Partido y la economía. El sector financiero, si bien reserva un papel importante a varias instituciones estatales, consiente la presencia de importantes grupos privados extranjeros con los que, inevitablemente, tiene que jugar a un equilibrio complejo. Por otro lado, las Zonas Económicas Especiales (ZEE), existentes también en China o Corea del Norte, facilitan la entrada de inversión extranjera a costa de beneficios fiscales, aunque aseguran, al ser designadas por el Estado, un considerable control de los recursos económicos que a través de ellas entran al país.
A modo de resumen, Laos combina varias características que lo hacen especial: en primer lugar, se trata de un país pequeño geográfica y demográficamente en medio de una de las regiones más densamente pobladas del planeta y con vecinos de la talla de China, Tailandia y Vietnam; en segundo lugar, es uno de los ejemplos internacionales de aquellos “socialismos de mercado”, “economías de mercado orientadas al socialismo”, “marxismos-leninismos con características X”, etc. que todavía tienen que pasar el examen de la historia. Además, la profunda diversidad étnica del país abre un nuevo capítulo en lo que al vínculo entre el socialismo, los Estados y la superación de las brechas identitarias refiere.
22 may 2022
La Convención Constitucional chilena ha entregado el primer borrador de Carta Magna, que ahora debe pasar a la Comisión de Armonización. En estos meses de deliberaciones, la legitimidad de los constituyentes se fue desgastando. Y, pese al carácter moderado del texto, sectores de derecha harán del rechazo su bandera para enfrentar al proceso constituyente y al gobierno de Gabriel Boric. En septiembre, la población chilena deberá dar su dictamen en un plebiscito.
El 4 de septiembre, los chilenos se enfrentarán en las urnas a una papeleta con dos opciones: aprobar o rechazar el nuevo texto constitucional que reemplazará la Constitución vigente nacida bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Pero, como sabemos, en los plebiscitos nunca se vota solo lo que se pregunta en la papeleta. Como en tantas otras contiendas, las dos opciones contienen muchas más.
El plebiscito constitucional es fruto de un acuerdo político transversal que buscó canalizar el estallido social de octubre de 2019. Aquella movilización social sin voceros ni voceras, sin organización ni listado de demandas, emitió un claro mensaje de crítica a la elite chilena y, sobre todo, a la política de los últimos 30 años.
El proceso constituyente iniciado luego de las elección de los miembros de la Convención Constitucional fue de una intensidad extrema. No podía ser de otro modo, pues se había establecido el límite de un año para todo el trabajo constitucional. El mismo acuerdo político que dio origen al proceso marcaba, asimismo, que el texto que emanaría de la Convención tendría que ser plebiscitado para su aprobación final en una consulta en la que, a diferencia de otros procesos electorales en Chile, el voto será obligatorio.
Tras un trabajo de casi diez meses, no exento de tensiones y traspiés, el pasado 16 de mayo la Convención Constitucional hizo la entrega simbólica del primer borrador de la nueva Carta magna. El texto, que todavía tendrá que pasar por la Comisión de Armonización, contiene 499 artículos y versa sobre los más variados temas, producto de las deliberaciones de siete comisiones temáticas. Cada una de sus propuestas debió contar con la anuencia de dos tercios de los convencionales para integrarse al borrador tal como estableció el acuerdo político interpartidario.
Ahora que el primer borrador está listo, aún queda el trabajo de las últimas comisiones. Además de la de armonización, se creó una comisión de disposiciones transitorias para definir los plazos y formas de la transición constitucional. Asimismo, se constituyó una comisión de preámbulo: esta tiene la responsabilidad de escribir la introducción no vinculante de la Carta Magna. Es decir, lo que algunos llaman la «poesía» de la Constitución.
Dos propuestas de preámbulo, que probablemente no verán la luz —ya sea por la votación de la comisión o del pleno— no dejaron de llamar la atención. La primera, formulada por algunos convencionales de derecha, comienza del siguiente modo: «Nosotros, los chilenos, con el propósito de continuar transitando hacia una patria más justa, en la que se reconozca a Dios como fuente de la dignidad intrínseca…». Pero la segunda, desarrollada por un grupo de convencionales independientes, es la que ha marcado el tono del debate —aunque no necesariamente el contenido—, dice así: «Somos naturaleza. Siempre lo hemos sido… Los tiempos de ahora, a partir de la gesta de octubre, nos invitan a reconocernos iguales en la diversidad… Somos humanes (sic), construyendo nuestros destinos, con distintas miradas, sin distinciones de género y creencias...».
Ligados a los movimientos sociales feministas, ecologistas y de reivindicación de derechos indígenas, los convencionales independientes que redactaron la segunda versión del preámbulo han tenido una presencia preponderante en los medios. Se trata de dirigentes que lograron «hacer carne» el relato del estallido de octubre de 2019 y que consiguieron, a través de las movilizaciones periódicas en la plaza Italia —rebautizada como Plaza Dignidad—, una fuerte legitimidad social, además de una clara presencia mediática. Aunque su inesperado éxito electoral se explica por una serie de elementos coyunturales, resulta claro que esos dirigentes fueron quienes lograron expresar una idea que rondaba desde hacía mucho tiempo el debate público: la de que las víctimas de una «coalición del abuso» (empresarios, políticos, economistas, etc.) podían arrebatarle el poder a una elite indolente. Y no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Pero el problema es que los tiempos cambian.
Un escenario incierto
Según los sondeos de opinión, la intención de voto del apruebo del texto constitucional ha caído consistentemente. A estas alturas, todas las encuestas muestran una leve ventaja para el rechazo. Más aún, los sondeos evidencian que la principal razón de esa actitud parte del juicio negativo a la forma de funcionamiento de la Convención, 55% de los consultados menciona como fuente principal del rechazo la desconfianza en los constituyentes y 40%, el desacuerdo general con las propuestas aprobadas.
En buena medida, este juicio negativo se debe a las diversas performances realizadas durante el debate por algunos convencionales. Lo que en un comienzo parecía pintoresco y llamativo ha terminado por generar cierto desasosiego. Por otro lado, para varios de estos referentes era importante presentar propuestas maximalistas, llamativas y simbólicas, aunque no contaran con los votos en la Convención (por ejemplo, una convencional propuso disolver todos los poderes del Estado y reemplazarlos por órganos asamblearios). Los medios han amplificado estos actos performáticos y las propuestas más descabelladas, que han sido, además, reforzadas por campañas de desinformación en las redes sociales.
Ahora que termina el proceso de deliberación comienzan los preparativos de la campaña para el plebiscito y las fuerzas políticas se han ido ordenando por el «apruebo» o el «rechazo». El texto propuesto ha terminado reflejando la visión de los dos tercios de la Convención. Una visión mucho más amplia que las caricaturas que han dominado el debate público.
En el campo del apruebo parece haber cierto consenso de que será necesario sumar más vocerías capaces de instalar en la opinión pública un texto que se aleja de las estridencias que dominaron el debate durante estos meses. Pero, sobre todo, prevalece la idea de que, terminado el tiempo de los espacios performáticos, debe ser el propio texto el que imponga los términos de la discusión.
El texto
Buena parte de la campaña de los detractores del proceso constituyente se había centrado en la experiencia venezolana (aún resuenan las apelaciones a «Chilezuela» de las últimas dos campañas presidenciales). Diversas temáticas, como la autonomía del Banco Central o el derecho de propiedad, eran presentadas como ventajas del texto constitucional heredado de la dictadura pinochetista. Sin embargo, parece haber cierto consenso en ciernes de que la propuesta de texto constitucional no tiene ninguna cercanía con los fantasmas que se habían levantado sobre la Convención. Incluso desde Morgan Stanley, la poderosa multinacional financiera que opera como banco de inversión internacional, se afirmó que, según sus proyecciones, una aprobación del texto constitucional no afectaría los resultados macroeconómicos del país y que el rechazo, en cambio, generaría mucha más incertidumbre e inestabilidad, y disminuiría el atractivo para los inversionistas.
A diferencia de lo que muchos preveían, la principal crítica al modelo productivo propuesto por la Convención Constituyente no ha provenido de los sectores cercanos al «socialismo del siglo XXI», sino del espectro ecologista. A pesar de que el nuevo texto constitucional redundaría en una mayor regulación para aquellas actividades que generan daño a los ecosistemas —se establece, por ejemplo, una protección muy particular a los glaciares—, las dificultades para consensuar el apoyo de los dos tercios de la Convención hicieron que diversos aspectos ligados a la agenda medioambiental quedaran para la discusión legislativa. De hecho, la Comisión de Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico fue la de peor desempeño en el pleno de la Convención Constituyente, y logró solo la aprobación de 21% de sus propuestas con dos tercios de los convencionales. La declaración de Bloomberg sosteniendo que se trata de un «texto razonable», en el que no quedaron aspectos negativos para la inversión minera, marca parte de los problemas en términos ambientales.
Si bien la cuestión económica seguirá siendo parte de las críticas de quienes rechazan el texto —la manoseada imagen de «chavista» no caerá en desuso—, es probable que la disputa definitiva no provenga de ese flanco. De hecho, más que por lo incorporado al texto constitucional, en términos económicos la discusión se ha centrado en lo que ha quedado afuera y se ha dejado para definir mediante una ley, como el estatuto de la gran minería.
A diferencia de la Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico, las comisiones de Sistema Político y Formas de Estado obtuvieron resultados ostensiblemente mejores ante el pleno, dado que alcanzaron la aprobación del 34% y el 48% de sus artículos respectivamente. En términos del sistema político, la disputa principal fue la que tuvo como eje al sistema legislativo. El conflicto fundamental tuvo como eje la posibilidad de alterar el llamado «sistema legislativo espejo» en el que dos cámaras deben aprobar cada proyecto de ley y ambas pueden funcionar como cámara inicial o revisora. El consenso que alcanzó los dos tercios es el de la apuesta por un bicameralismo asimétrico, con una cámara política en la que se originan los proyectos de ley y una segunda cámara que, en la práctica, funcionaría como revisora para casi todos los proyectos. Ambas cámaras jugaran roles centrales para la nominación de autoridades y para dar curso a las acusaciones constitucionales.
En términos de forma del Estado, la propuesta, que contó con un apoyo transversal de las fuerzas políticas, incluidos varios convencionales de derecha, consistió en la conformación de un «Estado regional» con un mayor nivel de descentralización.
Más allá de la importancia que tienen las propuestas de estas reformas, hay pocos que sostengan que estos sean los temas que movilicen a los votantes (apenas 1% de quienes votarían por el rechazo ubican como su mayor motivación los cambios en el Poder Legislativo) y, en el caso de la regionalización, probablemente esta movilice votos por el apruebo. Por otro lado, si bien en este aspecto se incorporó una serie relevante de definiciones, hay numerosas reformas que no pudieron consensuarse por los dos tercios y que quedaron para futuras leyes. Por ejemplo, el sistema electoral no quedó establecido en la Constitución. Además, la norma que establecía el quórum supramayoritario para las reformas constitucionales tampoco logró pasar el pleno.
Por último, la Comisión de Derechos Fundamentales alcanzó un porcentaje de éxito levemente mayor a la de medioambiente, obteniendo apoyo para 24% de su articulado. La cuestión de los llamados derechos fundamentales estuvo en la base de diversas movilizaciones durante la última década, incluido el «estallido» de octubre de 2019. Es, de hecho, la temática en la que la Constitución vigente (expandida en varias «leyes orgánicas») tiene su carácter más distintivo. La Constitución hereda de la dictadura refleja el principio de subsidiariedad, garantizando el derecho a elegir entre la provisión de servicios básicos provistos por privados y por el Estado, pero tiene pocos espacios para exigir que estos derechos se satisfagan en la práctica. El texto constitucional propuesto le otorga un rol más preponderante al Estado, permitiendo la provisión de servicios privados, pero estableciendo que el Estado deba responder ante la demanda por estos servicios. Por otro lado, el detalle de cómo interactuaría la provisión privada y pública quedó, nuevamente, para una futura ley.
En definitiva, en términos de modelo económico, de institucionalidad democrática y de derechos sociales, muchos de los nudos más complejos no consiguieron los dos tercios. En este sentido, los temores de la derecha sobre una posible «Constitución de izquierda» con un programa centralizador del poder en el Estado se han mostrado infundados. Si ha habido una tónica reinante en la Convención ha sido la de la desconcentración del poder. Sin embargo, hay aspectos del texto que sí han levantado la oposición de un sector de la sociedad y particularmente de la derecha. Estos elementos se han convertido en el eje de significativas disputas.
Feminismo y plurinacionalidad
La campaña del rechazo se ha ido ordenando sobre todo en torno a dos temáticas que sí están muy presentes en el texto: las banderas feministas y el plurinacionalismo. En el primer artículo del nuevo texto constitucional se consagra a Chile como un «Estado social y democrático de derecho» y se afirma que además es «plurinacional, intercultural y ecológico». Además, se consagra a Chile como una república con una «democracia paritaria».
El nuevo texto constitucional consagra el derecho al aborto, una de las causas más sentidas del movimiento feminista y de las recientes «mareas moradas». Además, se garantiza la paridad de género en la mayoría de los órganos colegiados del Estado. A su vez, el texto constitucional define a Chile como un Estado plurinacional, reconociéndole algunos derechos colectivos a las comunidades indígenas e instaurando un sistema de justicia indígena.
Como ha ocurrido en otras latitudes del planeta, el avance del movimiento feminista y, sobre todo, del derecho al aborto, ha generado fuertes reacciones, sobre todo en las bases más duras de la derecha. Por otro lado, según los sondeos de opinión, después del juicio negativo sobre los constituyentes la razón que más emerge entre los que apoyan al rechazo es la plurinacionalidad. Según la encuesta CADEM, los encuestados se inclinaban fuertemente por el concepto de una «sociedad multicultural de una sola nación» frente al de una «sociedad plurinacional», con 72% frente a 26%.
El sector del rechazo ha logrado consolidar una base de apoyo en torno a identidades tradicionales que se sienten amenazadas por la noción de plurinacionalidad. El nombre que se han venido a dar las huestes del rechazo en las redes sociales es el de «los patriotas». Por cierto, es imposible olvidar que, hace solo algunos meses José Antonio Kast, el candidato de la extrema derecha, ganó la primera vuelta electoral para la presidencia y que, en segunda vuelta, logró amasar un número altísimo de votantes (44%), casi el mismo número de votos absolutos con los que Piñera había ganado las elecciones de 2017. Ciertamente, el discurso de la «derecha sin complejos» que enarbolaba un mensaje de orden religioso, familiar y patriótico, puede tener un arrastre relevante. Y hay pocas dudas de que Kast jugará un rol preponderante en la campaña del rechazo.
Una patria inclusiva
La Constitución de 1980 no tiene preámbulo. Apenas tiene algunas referencias a los decretos leyes dictados por el régimen de Pinochet. Aunque los preámbulos no sean jurídicamente lo más relevante del texto constitucional, el hecho de que la Junta de Gobierno no haya sentido la necesidad de introducir alguna visión general sobre la sociedad dice mucho. De hecho, las constituciones previas —las de 1823, 1833 y 1925— tampoco lo tenían. Todas las constituciones que ha tenido Chile nacieron de guerras civiles o golpes de Estado en el que el lado vencedor ha impuesto su posición y, por lo mismo, no ha visto mayor necesidad de entregar un preámbulo justificativo del texto.
La nueva Constitución chilena tendrá necesariamente un preámbulo, porque es un documento redactado ante la sociedad chilena que se expresará en el próximo plebiscito. Hay cosas que ciertamente se podrían haber hecho mejor y hay artículos que, muy probablemente, tendrán que ser reformados por el poder constituido. Sin embargo, en gran medida gracias a la regla de los dos tercios —y más allá de los gestos performáticos y simbólicos— el texto ha logrado ser un lugar de encuentro que ha respondido a su origen democrático y ha superado las posiciones maximalistas sin posibilidades de ser plasmadas en la Carta Magna.
Por otro lado, es claro que una victoria del apruebo no cerraría la cuestión constitucional en el país. El Congreso actual, en el que la derecha y el centro tienen una representación mucho mayor que en la Convención, terminará jugando un papel relevante en implementar y reformar la nueva Carta. En las próximas semanas se definirá cuánto poder se le entregará al Congreso en este proceso de transición y el éxito del proceso dependerá en buena medida de que la Convención le entregue a los parlamentarios las herramientas para hacer estas mejoras.
Pero, más allá de las modificaciones materiales que sufra el texto, el gran desafío será imbuir a la nueva Constitución de un sentido de patriotismo constitucional inclusivo. Una Constitución democrática necesita poder incorporar a la identidades marginadas y abandonadas, que se expresaron en torno a las manifestaciones de octubre de 2019, pero también quienes se sienten parte de las identidades tradicionales de la chilenidad.
Es decir, una patria que no se defina simplemente por sus guerras, conquistas o exclusiones. La patria que puede ser la del Estado social de derecho. Una patria que sea la comunidad solidaria que cuida y protege a todos sus integrantes. Una Constitución democrática no puede ser una imposición de un grupo de vencedores sobre otro, sino que debe dejar la cancha abierta para la disputa y la acción política dentro del marco de respeto de los derechos humanos.
En ese sentido, quizás haría bien la comisión de preámbulo constitucional en optar por un texto menos marcado por las identidades de la tribu propia. Ideas hay muchas, pero tal vez valdría la pena mirar el ejemplo sudafricano: «Nosotros, por lo tanto, a través de representantes libremente electos, adoptamos esta Constitución como ley suprema con el fin de: sanar las divisiones del pasado y establecer una sociedad basada en valores democráticos, justicia social y derechos humanos fundamentales».
El Tribunal de Cuentas dio luz verde para reducir de 72 por ciento a un 45 por ciento la participación del Estado en la compañía energética.
El gobierno de Jair Bolsonaro se encamina hacia su primera gran privatización de una empresa estatal con la reciente decisión del Tribunal de Cuentas de Brasil que dio el visto bueno para reducir de 72 por ciento a un 45 por ciento la participación del Estado en la brasileña Eletrobras. El mandatario brasileño espera que la privatización se concrete antes de los comicios de octubre.
Eletrobras es la mayor compañía eléctrica de la región y en los próximos meses se convertirá en la primera empresa estatal en ser vendida por la administración de Bolsonaro. El Tribunal de Cuentas de la Unión de Brasil (TCU) avaló la privatización del gigante energético. El órgano encargado de fiscalizar las cuentas del Estado permitirá que la venta se efectivice entre mediados de junio y mediados de agosto, pocos meses antes de los comicios en los que se prevé que el actual mandatario se presente como candidato presidencial.
La jueza Ana Arraes, presidenta del TCU, indicó que la propuesta obtuvo siete votos a favor y uno en contra tras más de cuatro horas de debate. El único magistrado que votó en contra fue Vital do Rego, que en abril pidió aplazar el proceso para consultar con especialistas porque aseguró que Eletrobras sería ofertada por un valor muy inferior al que tiene. Mientras que el relator de la propuesta, Aroldo Cedraz, calificó la sesión de histórica. “No tengo ninguna duda de que las próximas generaciones reconocerán los esfuerzos del TCU para proteger al Estado y a la sociedad con la posibilidad de modernizar el sector eléctrico brasileño", expresó el magistrado citado por el matutino Folha de Sao Paulo.
Los integrantes del tribunal remarcaron que a pesar de la aprobación, el ministerio de Minas y Energía y el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), tienen que cumplir con las recomendaciones del TCU para avanzar con la venta. Según Folha, el gobierno brasileño se moverá a contrarreloj para completar la operación que incluye registrar la privatización en la CVM (Comisión de Valores Mobiliarios, entidad encargada de supervisar el mercado) y en la SEC, la CVM estadounidense debido a las acciones que tiene Eletrobras en EE.UU.). El diario brasileño además indicó que la administración bolsonarista ya se reunió con posibles inversores para la fase que contempla atraer a interesados en comprar acciones de la empresa eléctrica.
La privatización de Eletrobras ya había sido aprobada por el congreso brasileño a mediados de 2021. La misma se realizará vía capitalización con la emisión de acciones nuevas que permitan achicar la participación del Estado del 72 por ciento actual al 45 por ciento. Brasil mantendrá el poder de veto sobre decisiones estratégicas en la compañía que genera un tercio de la energía del país.
El recientemente nombrado ministro de Minas y Energía, Adolfo Sachsida, celebró la decisión del TCU. “Es un día histórico para Brasil. El MME (el ministerio) sigue comprometido con cumplir de manera diligente y a tiempo, las próximas etapas del proceso. Con la gracia de Dios, seguimos adelante”, escribió en su cuenta de Twitter.
Por su parte, el expresidente Lula da Silva, favorito en las encuestas para suceder a Bolsonaro, se había expresado en contra de privatizar la empresa eléctrica. "Sin una Eletrobras pública, Brasil pierde gran parte de su soberanía y seguridad energética. Las facturas de electricidad serán aún más caras. Sólo los que no saben gobernar intentan vender empresas estratégicas, más aún apurándose para vender en liquidación", afirmó el líder de izquierda.
La estatal fue fundada en 1962 y tiene casi la mitad de las líneas de transmisión de electricidad en el país, con más de 70 mil kilómetros de tendidos eléctricos y la capacidad de generar unos 50 mil megavatios (MW). La expectativa del Gobierno es de captar hasta 67.000 millones de reales (13.500 millones de dólares al tipo de cambio actual), 25.000 millones de los cuales irían a las arcas del Tesoro, mientras el resto se destinará a programas públicos de reducción de tarifas y de desarrollo, según estimaciones de expertos.
La Convención Constitucional presentó el borrador que será sometido a plebiscito el próximo 4 de setiembre. Entierra definitivamente la Constitución de Pinochet con novedades en todas las áreas. Elimina el Senado e incluye el derecho al aborto entre otros muchos cambios.
Chile votará el domingo 4 de setiembre si aprueba o rechaza la nueva Constitución que comenzó a redactarse el año pasado. Este lunes, el pleno de la Convención Constitucional entregó el borrador del texto aprobado que contiene 499 artículos divididos en ocho capítulos con casi 48 mil palabras.
El documento pasó a la Comisión de Armonización que, si bien no podrá cambiar sustancialmente su contenido, revisará la redacción y eliminará las redundancias. De aprobarse con la extensión actual, Chile podría tener la Constitución más grande del mundo, superando la impulsada por Evo Morales en Bolivia, que tiene 411 artículos.
Tras 10 meses de debate, los constituyentes lograron varios acuerdos y dejaron atrás algunas de las propuestas más polémicas enviadas por los ciudadanos, como la “cárcel para el expresidente Sebastián Piñera”, la pérdida de autonomía del Banco Central y la protección de la vida desde su concepción.
La nueva Constitución elimina el Senado e incluye el derecho al aborto y la muerte digna, así como el reconocimiento a la pluralidad y del patrimonio de los pueblos indígenas que componen el territorio chileno.
A cuatro meses de plebiscito, las encuestas no le sonríen. El 46 % votaría el rechazo, según las últimas publicaciones de Cadem y Activa Research. En los sondeos, la aprobación tiene un apoyo de entre 38 % y el 27,1% mientras que los indecisos se sitúan entre el 16 % y el 27%.
El plebiscito es obligatorio. Si se aprueba, el presidente Gabriel Boric debe convocar al Congreso para que en un acto público y solemne, se promulgue y se prometa acatar la nueva Constitución. Si gana la opción de rechazo al nuevo texto, se mantiene la actual carta magna.
En octubre de 2020, con el plebiscito nacional de Chile, la ciudadanía aprobó iniciar un proceso constituyente de cara a la elaboración de una nueva constitución. El texto que rige actualmente es de 1980, creado por el régimen de Augusto Pinochet (1973-1990).
Se llegó a esa instancia luego de las protestas sociales de 2019, cuando durante 28 días hubo masivas movilizaciones reclamando más igualdad y terminar con un “sistema de abusos".
En mayo de 2021 se realizaron las elecciones de los 155 convencionales encargados de realizar la redacción de la nueva Constitución, y tuvieron su primera sesión el 4 de julio en la ex sede del Congreso Nacional.
Desde fines del 2021 y hasta febrero de 2022, la Convención Constitucional tuvo abierto el plazo para recibir iniciativas de la ciudadanía que debían alcanzar las 15 mil firmas para ser debatidas por los constituyentes. De unas 2500 recibidas, fueron 78 las propuestas que superaron el objetivo para ser analizadas con las comisiones temáticas de la Convención.
Los Derechos Fundamentales son aquellos inherentes a la persona humana, y se consideran esenciales “para la vida digna de las personas y los pueblos, la democracia, la paz y el equilibrio de la Naturaleza”.
Este capítulo reúne artículos sobre libertad de expresión, seguridad individual, libertad personal ambulatoria, derechos sexuales y reproductivos, derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, libertad de asociación, vivienda, salud, cuidados y derecho de los trabajadores.
Los artículos vinculados a los derechos sexuales y reproductivos establecen, entre otros puntos, que el Estado debe garantizar a las mujeres y personas con capacidad de gestar “las condiciones para un embarazo, una interrupción voluntaria del embarazo, parto y maternidad voluntarios y protegidos”.
Hay un artículo destinado a la educación sexual integral, que incluye el reconocimiento de las diversas identidades y expresiones de género y la erradicación de estereotipos.
La normativa vinculada a la salud implica la creación de un Sistema Nacional de Salud, que integre “a la red de prestadores públicos, a los hospitales y centros médicos vigentes de las Fuerzas Armadas y de Orden", mediante proyecto de ley presentado por el presidente en un plazo de dos años luego de que la nueva Constitución entre en vigencia.
En materia de cuidados, la propuesta de la nueva constitución incluye la creación de un Sistema Nacional de Cuidados, con “carácter estatal, paritario, solidario, universal, con pertinencia cultural y perspectiva de género e interseccionalidad”, que “prestará especial atención a lactantes, niños, niñas y adolescentes, personas mayores, personas en situación de discapacidad, personas en situación de dependencia y personas con enfermedades graves o terminales”.
El nuevo texto de la Carta Magna propone que la educación sea de acceso universal en todos sus niveles y obligatoria desde el nivel básico hasta la educación media. El Sistema de Educación Pública será de carácter laico, gratuito y financiado por el Estado de forma permanente y directa, para que cumpla plena y equitativamente con los fines y principios de la educación.
El Estado debe “respetar la libertad de prensa”, “promover el pluralismo de los medios” e impedir “la concentración de la propiedad” de los medios de comunicación e información, según se detalla en el apartado Sistemas de Conocimiento.
Este capítulo regula, además, los derechos referidos al patrimonio indígena y el Pueblo Tribal Afrodescendiente, entre ellos, “obtener la repatriación de objetos de cultura y de restos humanos” así como la necesidad de “preservar la memoria” de los pueblos originarios.
Por último, este capítulo contiene el “derecho a la muerte digna” que, aunque no habla directamente de eutanasia ni de muerte asistida, asegura “el derecho a las personas a tomar decisiones libres e informadas sobre sus cuidados y tratamientos al final de su vida”.
La conformación política de Chile protagonizó debates importantes a nivel nacional y dividió a la Sala, obligando a los constituyentes a tener que negociar hasta llegar a un modelo que logró la aprobación de los dos tercios necesarios en el pleno.
Tras meses de discusión, el borrador de la nueva Constitución establece un régimen presidencial, con un legislativo bicameral asimétrico.
Por un lado, el Congreso de Diputadas y Diputados se mantendría con 155 miembros electos, “atendiendo el criterio de proporcionalidad”. Sin embargo, el Senado actual sería eliminado y remplazado por un órgano con menos atribuciones, al que denominaron Cámara de las Regiones.
Los integrantes de esta Cámara serán electos por región, al igual que los diputados, pero el número de integrantes “deberá ser el mismo para cada una y en ningún caso inferior a tres, asegurando que la integración final del órgano respete el principio de paridad”.
En cuanto al jefe del Ejecutivo, el texto establece que “para ser elegida Presidenta o Presidente de la República se requiere tener nacionalidad chilena, ser ciudadana o ciudadano con derecho a sufragio y haber cumplido treinta años de edad”, disminuyendo cinco años los requisitos actuales.
Asimismo, permite la reelección presidencial inmediata, aunque no podrá ser aplicable al mandatario actual.
En cuando al poder Judicial, el principal cambio es el remplazo del Tribunal Constitucional (TC) por una Corte Constitucional. El nuevo organismo cuenta con funciones similares, pero se compone de 11 magistrados, sumando un miembro más que el TC actual para evitar empates.
Otro cambio importante es la obligatoriedad en las elecciones para los mayores de 18 años, mientras que “el sufragio será facultativo para las personas de dieciséis y diecisiete años de edad”.
Para las instancias electorales, se “creará un sistema electoral conforme a los principios de igualdad sustantiva”que “promoverá la paridad en las candidaturas”. Además, las listas electorales deberán ser encabezadas siempre por una mujer.
De aprobarse la nueva Carta Magna, Chile tendrá por primera vez una democracia paritaria establecida desde la Constitución, bajo la premisa de que la paridad “sea un piso y no un techo”, como plantearon varios convencionales.
De esta forma, el Poder Ejecutivo, Legislativo y de Justicia, la Administración del Estado, las empresas públicas y los órganos autónomos deberán contar con al menos un 50% de sus miembros mujeres y deberán incorporar el enfoque de género en sus funciones.
En materia de seguridad, dos articulados tratan puntos que marcaron los primeros días del presidente Gabriel Boric, que enfrenta una serie de ataques por parte de grupos mapuches, además de sucesivas protestas de transportistas que reclaman por la falta de seguridad en las rutas del país.
Las iniciativas del gobierno sobre el estado de emergencia generaron roces en la interna oficialista que reclama avanzar en la refundación de Carabineros, la ley de inteligencia, el control de armas y la ley de lavado de activos.
El artículo 19 del capítulo “Sistema Político” de la nueva Carta Magna indica que las policías “son instituciones policiales, no militares”, lo que llevaría a una reforma del cuerpo de Carabineros.
En la misma línea, dentro del las categorías de los Estados de Excepción constitucional se elimina el Estado de Emergencia, relacionado con la perturbación al orden interno y que fue utilizado durante el estallido social en 2019 y en la macrozona sur.
De esta forma, se mantienen el Estado de Asamblea para conflicto armado externo, de Sitio para conflicto armado interno, y el Estado de Catástrofe. “Una vez declarado el estado de excepción, se constituirá una Comisión de Fiscalización dependiente del Congreso de Diputadas y Diputados, de composición paritaria y plurinacional” que deberá “fiscalizar las medidas adoptadas bajo el estado de excepción”, y, en particular, “la observancia de los derechos humanos”.
Por último, la Convención Constitucional aprobó un artículo que define al país como un "Estado Plurinacional e Intercultural" y, de esta forma, pasa a reconocer "la coexistencia de diversas naciones y pueblos en el marco de la unidad del Estado".
En total, el borrador reconoce como pueblos y naciones indígenas preexistentes a “los Mapuche, Aymara, Rapa Nui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawashkar, Yaghan y Selk'nam” dejando margen para otros que puedan “ser reconocidos en la forma que establezca la ley”.
Además, establece que “el Estado debe garantizarla efectiva participación de los pueblos indígenas en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación en la estructura del Estado”.
En su primer artículo, el capítulo sobre Medio Ambiente reconoce la “crisis climática y ecológica” mundial y responsabiliza al Estado de adoptar “acciones de prevención, adaptación, y mitigación de los riesgos”, en relación con el cambio climático.
Con más de 6.435 km de Costa, la nueva constitución establece que “Chile es un país oceánico”, declara como bienes “inapropiables” el agua, el mar territorial, las playas y el aire. Responsabiliza al Estado de su protección y de administrar el agua de forma democrática, garantizando el acceso, el saneamiento y el equilibrio de los ecosistemas. Para esto, establece la creación de la estatal Agencia Nacional de Aguas.
Los movimientos animalistas, que promocionaron campañas para contemplar los derechos de los animales en la constitución, lograron incluir un articulado que califica a estos como “sujetos de especial protección. El Estado los protegerá, reconociendo su sintiencia y el derecho a vivir una vida libre de maltrato”.
Por último, en relación con la actividad minera, “el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas y las sustancias minerales (...) sin perjuicio de la propiedad sobre los terrenos en que estuvieren situadas”.
“La exploración, explotación y aprovechamiento de estas sustancias se sujetará a una regulación”, aunque el texto no prohíbe las concesiones a empresas privadas, dejando afuera las iniciativas que pedían la nacionalización de la minería. Además, quedarán excluidos de toda actividad minera los glaciares y las áreas protegidas.
Los artículos sobre Forma de Estado están vinculados al la territorialización de estado y la autonomía regional.
La nueva Carta Magna propone que Chile sea un Estado Regional, Plurinacional e Intercultural "conformado por entidades territoriales autónomas”, política, administrativa y financieramente. Este artículo tiene como objetivo dejar atrás la actual forma jurídica chilena de un “Estado Unitario”.
De esta manera, el Estado estará organizado territorialmente en regiones autónomas que dispondrán de personalidad jurídica y patrimonio propio. Además, contarán con las competencias para gobernarse “en atención al interés general de la República, de acuerdo a la Constitución y la ley, teniendo como límites los derechos humanos y de la Naturaleza”.
Estas entidades tendrán “autonomía para el desarrollo de los intereses regionales, la gestión de sus recursos económicos y el ejercicio de las atribuciones legislativa, reglamentaria, ejecutiva y fiscalizadora”.
La elección de representantes a los cargos de las entidades territoriales será por votación popular, asegurando, entre otros requisitos, la paridad de género, y la representatividad territorial.
Uno de los artículos que estuvieron más debatidos es el del “Maritorio” (darle al mar el mismo estatus que al terrritorio), que finalmente establece las garantías para la preservación, conservación y restauración ecológica de los espacios y ecosistemas marinos y marino costeros.
La normativa acerca de forma del estado también hace referencia a los tributos y la descentralización fiscal. “La Ley de Presupuestos de la Nación deberá propender a que, progresivamente, una parte significativa del gasto público sea ejecutado a través de los gobiernos subnacionales, en función de las responsabilidades propias que debe asumir cada nivel de gobierno”, dice el texto.
El documento con la propuesta constitucional incluye “mecanismos de modernización” de los procesos y organización del Estado. En su articulado establece que se tomarán las medidas necesarias para prevenir la violencia y superar las desigualdades que afrontan mujeres y niñas rurales. Además, reconoce la ruralidad como una expresión territorial.
18 de mayo de 2022
*De la Agencia Regional de Noticias, especial para Página/12.
Hablar en serio de derechos humanos implica radicalizar la democracia, construir proyectos socioeconómicos en colectivo, fortalecer los procesos de autoorganización social desde la base y reconfigurar nuevos espacios de contrapoder a nivel local y global.
No se pueden establecer límites a la propiedad privada y a la acumulación de riqueza porque hay que garantizar la seguridad jurídica de los contratos, pero el gobierno español ha anunciado la incautación de un yate a un oligarca ruso y el alemán la expropiación de la filial de Gazprom. Se lleva diciendo dos meses que hay que intervenir el mercado de la energía, apenas se tardó unas horas en cambiar el presupuesto para poder enviar armas para la guerra. Es imposible juzgar a Repsol en España por el desastre ecológico provocado por su vertido de petróleo en Perú, pero la empresa sí pudo demandar al Estado argentino ante tribunales internacionales cuando hace una década fue nacionalizada su subsidiaria en el país.
El gerente del taller textil de Tánger en el que murieron 28 trabajadoras hace un año ha sido condenado por un tribunal marroquí, aunque la sentencia no hace mención a Inditex ni a Mango, que eran las firmas para las que fabricaban las prendas. Ucrania tiene todo el derecho a defender su soberanía nacional frente a la invasión de las tropas rusas, mientras el Sáhara Occidental tiene que convertirse en una provincia de Marruecos porque es la única solución realista. Los grandes propietarios obtienen golden visas sin ningún control y a buen precio en el mercado oficial, a la vez que millones de personas se someten a las burocracias migratorias y quedan atrapadas en limbos jurídicos infernales.
En el ámbito institucional, los debates se centran en la discusión sobre leyes y normas. Pero en esta disputa jurídica todo lo que está en juego, básicamente, es una cuestión de voluntad política; dicho en términos clásicos, de relaciones de fuerza. La asimetría normativa, no en vano, ha sido la base de la globalización neoliberal: frente a la fortaleza de la armadura jurídica construida para blindar los “derechos” de las grandes corporaciones, la extrema fragilidad de los mecanismos para el control de sus obligaciones. O lo que es lo mismo: a la vez que continuamente se re-regulan los negocios privados transnacionales, sigue avanzando la desregulación en la tutela de los derechos fundamentales.
La huida hacia adelante en busca de la rentabilidad perdida solo va a servir para profundizar en la lógica de expulsión, desposesión, violencia, encierro y necropolítica
Nada de eso hubiera sido posible sin la conformación de una gran alianza público-privada entre los Estados centrales y las corporaciones transnacionales. Y el derrumbe del capitalismo global, por sí solo, no va a cambiar este estado de cosas. Al contrario, la huida hacia adelante en busca de la rentabilidad perdida solo va a servir para profundizar en la lógica de expulsión, desposesión, violencia, encierro y necropolítica. El derecho internacional, con toda su catarata de pactos y acuerdos globales en defensa de los derechos humanos, se ha convertido en papel mojado ante la guerra desatada por los grandes poderes económicos para tratar de asegurarse su parte del botín en medio de la tormenta perfecta.
Colapso de los derechos humanos
Con la guerra se profundiza en la dinámica de crisis energética, subida de precios y materias primas, desigualdad social, empobrecimiento generalizado y agravamiento del desorden climático, pero la crisis estructural del capitalismo viene de más lejos. Hoy hablamos de la espiral de inflación, endeudamiento y desabastecimiento; hace tiempo que venimos haciéndolo de sus causas: una lógica de crecimiento ilimitado y acumulación imposibles, un modelo de financiarización insostenible, la emergencia de un cambio climático desbocado, el agotamiento acelerado de energía y materiales. De ahí que las grandes corporaciones y fondos de inversión transnacionales se hayan lanzado a la destrucción de cualquier barrera que impida la mercantilización a escala global. En este marco, la necesidad de ampliar los dividendos empresariales hace que se extremen las prácticas contra las personas, las comunidades y los ecosistemas.
Algunas de estas prácticas afectan a la propia configuración de los derechos humanos. Eso es, al fin y al cabo, la necropolítica: dejar morir a miles de personas racializadas y pobres. También están la fragmentación de derechos según las categorías de personas, las prácticas racistas y heteropatriarcales, los tratamientos excepcionales a determinados colectivos, las políticas migratorias con sus muros y fronteras, la trata de seres humanos, las deportaciones en masa, la criminalización de la solidaridad y la desobediencia civil, la división de la sociedad entre asimilables y exterminables.
Otras destruyen en bloque los derechos de las personas, los pueblos y la naturaleza. Es el caso de la crisis climática y la destrucción de ecosistemas, los feminicidios de mujeres y disidentes de género, el hambre que sufren millones de personas, los nuevos campos de concentración, la persecución y eliminación de la disidencia, el encarcelamiento de pueblos y comunidades, el endurecimiento de los usos coloniales y las guerras de destrucción masiva.
Están, por último, las prácticas que afectan al núcleo central de los derechos colectivos. Como la apropiación de los bienes comunes, la explotación laboral, la consolidación de la precariedad en el núcleo constituyente de las relaciones laborales, el trabajo infantil y el trabajo esclavo, la reorganización capitalista de la producción y la reproducción, las expropiaciones colectivas por medio del pago de la deuda, las expulsiones de millones de personas de sus territorios porque las grandes corporaciones se apropian de los bienes comunes. Recientemente, Amnistía Internacional las ha recopilado y el panorama es demoledor: no son fallos del sistema, es el avance del neofascismo global.
En este contexto, el poder corporativo se articula en torno a una serie de principios que desplazan y fulminan los fundamentos que sustentan el derecho internacional de los derechos humanos. Son principios formalmente ocultos, no regulados, pero que gozan de la máxima imperatividad y transversalidad. Vienen a constituirse, en la práctica, como una declaración paralela a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Parafraseando los treinta artículos de la declaración proclamada por Naciones Unidas en 1948, la Declaración Universal de los Derechos del Poder Corporativo bien podría concretarse en el articulado que sigue.
Principios generales
Desechos humanos
Re-regulación corporativa
Arquitectura jurídica de la impunidad
Uso alternativo del derecho
El debate sobre la legislación pro-derechos se viene circunscribiendo, de un tiempo a esta parte, únicamente al marco estatal. Y mientras tanto, en el plano internacional, avanza con fuerza esa constitución económica global que no está formalizada en ningún sitio pero es ley. Aunque la sucesión de disputas declarativas en la política institucional parezca delimitar el Estado como el único terreno de juego posible, la Declaración Universal de los Derechos del Poder Corporativo impregna todos los textos legislativos nacionales y se impone al conjunto de las políticas públicas.
Muchas normas que hasta anteayer aparecían como inmutables, cuando las necesidades del capital así lo han demandado, se han modificado
Sin embargo, muchas normas que hasta anteayer aparecían como inmutables, cuando las necesidades del capital así lo han demandado, se han modificado. No hay más que ver lo que ha pasado con la suspensión del techo de gasto y de la limitación del déficit público (para subvencionar a las grandes corporaciones, no para invertir en servicios públicos), con la regularización exprés de personas refugiadas (provenientes de Ucrania, no de Siria o Afganistán), con la eliminación de trabas administrativas (para constructoras y promotoras inmobiliarias, no para poder recibir el ingreso mínimo vital), con las nacionalizaciones de empresas y la intervención del Estado en los sectores estratégicos de la economía (para rescatar a los grandes propietarios, no para transformar un modelo especializado en el turismo y el ladrillo).
Con la pandemia y la guerra, la acción del Estado se ha vuelto imprescindible para que no se produzcan quiebras en cascada y se venga abajo el sistema económico-financiero. Pero el relato de las “propuestas de futuro para la recuperación”, pese a toda la retórica gubernamental fundamentada en los valores europeos y concretada en los fondos Next Generation, pasa por reforzar la arquitectura jurídica de la impunidad y continuar con su lógica de expulsión, desposesión y necropolítica. Como ha señalado Miguel Mellino, “para las élites y clases dirigentes ha llegado el momento de la destrucción creativa del capitalismo. Están desmontando viejas estructuras para crear las bases de una nueva lógica de acumulación”.
Está en juego una fase de recomposición capitalista y es ahí donde efectivamente toca intervenir. Un contexto donde las rivalidades geopolíticas, los conflictos bélicos, la competencia económica, la militarización del comercio y la preocupación por asegurar las ganancias empresariales nos asoma a nuevas maneras de reinterpretar los derechos humanos. Muchos de sus imperativos universales conectan con la emancipación y la resistencia de los pueblos, pero otros colisionan con la falta de empatía de las categorías de derechos y las maneras de entender las relaciones humanas.
El uso alternativo del derecho implica el uso legal, alegal e ilegal del mismo; la reinterpretación conceptual de la legalidad frente a la legitimidad vuelve a aparecer en el marco de la defensa de los derechos de las mayorías sociales. Hablar en serio de derechos humanos implica radicalizar la democracia, construir proyectos socioeconómicos en colectivo, fortalecer los procesos de autoorganización social desde la base sin renunciar a la disputa de ciertos espacios institucionales y reconfigurar nuevos espacios de contrapoder a nivel local y global.
Por Juan Hernández Zubizarreta, Pedro Ramiro | 18/05/2022
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Juan Hernández Zubizarreta (@JuanHZubiza) y Pedro Ramiro (@pramiro_) son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
Fuente original: Declaración universal de los derechos del poder corporativo | ctxt.es
Al mundo hay que dejarle algo de barro en el suelo (algo de barrio) y no rascárselo nunca del todo si queremos que siga siendo habitable
Leí hace poco la noticia de un gran descubrimiento efectuado en 2016 cerca de Ghanzou, en China: el de un dinosaurio emplumado que habría muerto hace 70 millones de años tratando de escapar del barro. “Uno de los fósiles más hermosos y tristes que he visto”, dice el geólogo Steve Brusatte, pues murió derribado sobre la frente, bípedo entrampado, con el cuello estirado y las alas desplegadas. Pertenecía a la familia de los oviraptorosaurios y esta nueva parentela fue bautizada con el nombre mixto de tongtianlong limosus o, lo que es lo mismo, “dragón fangoso camino del cielo”. Era una especie, si se quiere, pasajera entre el reptil y el pájaro, transitoria aún entre la tierra y el aire. La ciencia no se puede permitir estas sinécdoques abusivas que reducen millones de años a un instante y el destino evolutivo de una especie a la suerte de un individuo, pero la desgracia de este bicho maravilloso proporciona a los filósofos una imagen poderosísima de fracaso ejemplar. Yo lo veo así: un reptil que, a punto de convertirse en pájaro, descubre de pronto sus alas, intenta emprender el vuelo y queda atrapado en el barro mientras sacude con impotencia, una y otra vez, entusiasmado primero, furioso después, desesperado al fin, cada vez más despacio, sus muñones emplumados.
El barro que retuvo al dinosaurio es, en realidad, la sustancia primordial, donde se mezclan la tierra y el agua. En el acto I, escena 1ª, del Antonio y Cleopatra de Shakespeare, el amante romano justifica de esta manera sus besos: “Los reinos son de arcilla. Nuestro barro fangoso nutre por igual a hombres y bestias. Todo el sentido de la vida está en hacer esto”. Así lo recordaba yo de memoria. La traducción de Luis Astrana Marín, es verdad, dice “nobleza” y no “sentido” y “tierra fangosa” en lugar de “barro fangoso”, versión más ceñida al original inglés (donde se lee “our dungy earth”, de “dung”, el estiércol que abona nuestros cultivos). Da igual. Este campo semántico, rico en sinónimos y aledaños, es apretado y recogido como un moño. Tenemos el barro, el cieno, el fango, el lodo, el limo. Todas estas palabras son densas y marrones, y se citan y se reclaman mutuamente, pero no son del todo equivalentes. A cada una de ellas se le ha adherido un matiz singular que va más allá de la materia y que convoca distintas sinestesias morales y sentidos figurados. El adjetivo “fangoso”, por ejemplo, es una redundancia de “barro”, como ocurre en la traducción castellana de Shakespeare, pero como sustantivo adquiere enseguida una acepción espiritual: el “fango”, en efecto, es sucio y ensucia; son las almas, y no los dinosaurios, los que quedan atrapados en él: “máquina del fango”, expresión forjada por Umberto Eco, alude a la difamación premeditada cuyo objetivo es mancillar el prestigio o el honor de un rival político. De fango en nuestro país sabemos mucho. El cieno es más ligero, el lodo más viscoso, el limo sobre todo resbaladizo. Es interesante señalar, dicho sea de paso, que de forma un poco tortuosa la palabra y la idea del “olvido” proceden, en efecto, del limus latino: lo que se vuelve denso y oscuro, lo que se desliza fuera de la memoria. Olvidar es resbalar sin asidero en el vacío. Conviene pensar también desde aquí el destino del dinosaurio alado.
Todas las lenguas, obviamente, poseen el concepto de “barro”, del que hablaremos enseguida, pero nuestra palabra “barro” es harto extraña, procedente quizás del acervo hispánico prerromano, como lo atestigua el hecho de que solo exista en castellano y en portugués (aunque en esta última lengua con el significado más específico de “arcilla”). En todo caso, y como se trata aquí de producir imágenes y no saberes académicos, a uno le vienen ganas, muchas ganas, contra todo fundamento filológico, de asociar “barro” y “barrio”, vocablo cuya etimología árabe remite a la noción de “extramuros”: a lo que está fuera (barr) de la ciudad, donde sin duda los más pobres, los menos protegidos, los que viven a la intemperie, no solo están más expuestos a los efectos de la lluvia sino que permanecen también más en contacto con la tierra común. Fuera de las murallas está, por así decirlo, la verdad del ser humano.
Pues es esto: si “barro” es la palabra más común es porque designa la sustancia común. Al contrario que “fango” o “lodo” o “limo”, que se separan un poco de la tierra para discurrir en paralelo en el plano simbólico, al barro le ocurre como al pan: es su materia misma la que opera como símbolo universal: son las únicas materias –pan y barro– que constituyen en sí mismas símbolos, de manera que no admiten ninguna escisión metafísica –o marxista– entre ser y apariencia, entre realidad y ficción, entre materia y espíritu. Reclamar pan es reclamar la cultura entera; nombrar el barro es nombrar la humanidad completa. Por eso, el único sentido metafórico que autoriza el barro tiene que ver con la fragilidad o caducidad de las cosas. Shakespeare, que era un genio y un genio plebeyo, acierta a exponer esta unidad en versos muy banales en defensa de un beso: los “reinos” más soberbios acaban por sucumbir y deshacerse en esa materia primordial que alimenta a todas las criaturas –de la que están hechas todas las criaturas. Todos estamos compuestos del barro del que nos nutrimos y que seguiremos nutriendo, generación tras generación, hasta el final: hasta el maldito petróleo acumulado bajo nuestros pies. La sola cosa que nos distingue de un guijarro, de un insecto, de un helecho, son nuestros besos: el amor único y fugaz que se repite, como un repiqueteo hambriento, sobre los cuerpos.
De la dificultad de simbolizar el barro, salvo como universalidad material, da buena cuenta la terrorífica facilidad con que simbolizamos, por contraste, la palabra “sangre”. La sangre, en efecto, nos separa: la sangre azul, la sangre aria, la sangre de nuestra estirpe. Son los fluidos del cuerpo, que pueden verterse, los que –sangre, semen, leche– han configurado siempre los imaginarios excluyentes de la especificidad étnica, los delirios narcisistas de la pureza y la contaminación racial. Su opuesto es el barro: no se puede hacer, no, ningún discurso racista con el barro. El barro es absolutamente material; es la idea de materia; la materia común en la que florece al final –despliegue y arruga– el juncal de las ideas. En el Génesis bíblico, lo sabemos, hay dos versiones de la creación. En una el dios es logos y materializa las criaturas pronunciando sus nombres; en la otra las hace con sus propias manos. No las forja como un herrero ni las talla como un carpintero; las moldea como un alfarero. Decía la gran escritora estadounidense Ursula K. Le Guin que el primer y mayor invento humano no fue ni la espada ni la rueda: fue la cesta, copiada del regazo y del útero femeninos. Fue también la vasija, aurora de la civilización, donde comprendemos por primera vez la diferencia entre dentro y fuera, que es asimismo la diferencia entre significante y significado: un recipiente que retiene el agua fugitiva, necesaria para la vida, y cuyo exterior se puede pintar y decorar. La alfarería es la técnica cultural más antigua del mundo; los primeros objetos de cerámica, encontrados en Japón, se remontan a hace doce mil años. En el Génesis se conjugan, pues, las dos actividades creativas por excelencia del ser humano, aquellas de las que el hombre mismo es creación: la lengua y el barro.
Fijaos bien: una prueba irrefutable de la primordialidad del barro es la siguiente: los niños no juegan con “fango” ni con “cieno” ni con “lodo”; juegan con “barro”, que es –dice el pedagogo Francesco Tonucci– “el príncipe de los juguetes” o, lo que es lo mismo, el primero y más insuperable de los juguetes. Podemos pensar en los niños como en dioses que dan forma a la materia, sin más propósito ni más diseño que el capricho de sus manos, mediante las cuales afirman la materialidad misma de nuestro mundo. Y podemos también –los que así lo quieran– reconciliarnos con un dios que, en lugar de imitar a un guerrero o a un ingeniero, habría imitado a un niño en la playa o en el arenal: que se habría dejado tentar por el placer de descubrir el barro y, a partir de él, la diferencia entre dentro y fuera, entre lo que nos puede ser necesario para la vida y lo que podemos adornar: el júbilo elemental de lo cóncavo y lo convexo, de la dureza que se desmenuza entre los dedos, de la viscosidad que se solidifica bajo el sol. La irresponsabilidad de un niño siempre tiene más sentido que el sentido premeditado de un forjador de espadas. Por lo demás, para aquellos a los que no les baste el placer, porque lo miden todo en términos de utilidad, recordaré aquí, de pasada, que recientes investigaciones médicas han descubierto en el barro una bacteria benéfica (mycobacterium vaccae), de manera que jugar con nuestra común “tierra fangosa” no sólo fortalece el sistema inmunitario sino que reduce las tensiones y el estrés.
Así que el barro es –como deja bien claro Marco Antonio reclamando la boca de Cleopatra– la frágil materia común con la que juegan los niños. “Cañas pensantes”, decía Pascal de los humanos; “barro pensativo”, corregía César Vallejo. El ser humano, con su conciencia mortal, es solo una de sus metonimias, la más destructiva y desdichada. “Con bordada, sutil y blanda ropa / el barro humano diligente tapa”, sentencia un famoso soneto de Torres Villaroel. Por más que hablemos, por más que pensemos, por más que nos cubramos de “vanos adornos y atavíos”, seguimos siendo el barro que pisamos. Ahora bien, no olvidemos esta imagen decisiva: mediante la alfarería, el barro que pisamos sube hasta nuestras manos. Pasa –es decir– de la tierra a la mente, de la universalidad sin límites a la individualidad concreta e irreemplazable, y ello sin cambiar nunca de sustancia. Somos este barro pensativo llamado Alberto o Clara, pintado al nacer como una vasija griega, con un lunar por fuera del pecho y un pequeño dolor por dentro; somos continuidad, pues, y diferencia. Es importante. Preparando hace poco una conferencia, reparaba en el hecho de que, durante la última cena, Cristo no dijo: “Tomad y comed, esta es mi carne”. Dijo: “Tomad y comed, este es mi cuerpo”. Dijo “somá” en griego y no “sarkx”. Entre la carne y el cuerpo hay el mismo trayecto que entre el barro y la vasija. De suburbana carne común, no lo olvidemos, están hechos los cuerpos individuales. Pero ese es precisamente el motivo de que nos desazone tanto la diferencia entre un carnívoro y un caníbal: los carnívoros comen “carne”, los caníbales comen “cuerpos”. Cristo es un cuerpo y por eso es al mismo tiempo barro y vasija. En el guijarro, en el insecto, en el helecho, nos alimentamos de “carne”, y eso no es “pecado”; a Clara y Alberto, en cambio, solo podemos comérnoslos a besos. Todo el escándalo de un Dios “encarnado” –reducido a sustancia común– es el de que no sea directamente materia indiferenciada sino materia particular organizada y se ofrezca como alimento –como carne– con un nombre propio, una nariz judía y una barba de diez días. Comerse a Cristo, que es dios y es ternera, es más grave que comerse una ternera; es mucho más grave, desde luego, que comerse a un dios. Todos nuestros conflictos, teológicos y humanos, y todos nuestros placeres difíciles, proceden de la imposibilidad de separar el cuerpo de la carne y, más abajo, la carne de la sangre. En el amor somos un poco caníbales; en la empatía somos un poco racistas. La “eucaristía” es la acción de gracias de un cuerpo que duda todo el rato entre el logos y el barro.
El cuerpo es penumbra porque contiene barro. Su fragilidad es indisociable de su opacidad: el velo de unos órganos que laten, respiran y nos sostienen por debajo de nuestra conciencia y el de un lenguaje lastrado de gravilla inevitable. Es el momento de ponerse un poco cursi. Hay que luchar, pero no vencer. El ejemplo del dinosaurio alado es corregido por el de las mariposas, que solo vuelan porque tienen polvo en las alas: limpiárselas con un paño demasiado higiénico es lo mismo que matarlas. También al mundo, sí, hay que dejarle algo de barro en el suelo (algo de barrio); y no rascárselo nunca del todo si queremos que siga siendo habitable. Un hospital, es cierto, debe estar limpio, pero nuestra casa común, al contrario de lo que pensaba Leopardi, no es y no debe ser un hospital. Un hospital más limpio no nos parece limpio: nos parece más hospital. Puede ser necesario para curarse –sin contar con la iatrogenia bacteriana– pero no para contarse cuentos, amarse despacio y lamerse las heridas.
A veces somos fango vil, y es imperativo no complacerse en él; a veces somos limo fecundo y resbaladizo; somos siempre el barro en el que encalló el dinosaurio alado. La imagen de ese pobre tongtianlong limosus, desaparecido hace setenta millones de años (que no son nada, unos pocos menos que los veinte del tango), anticipa quizás el final de otra especie que, elevada sin alas lejos del suelo, está a punto de olvidar hoy la materia común, el barro nutricio, el barrio abierto, tu cuerpo cálido y vivo, moldeado en la penumbra, que quiero comerme de nuevo a besos.
O de recordarlo, con los muñones emplumados, como un oviraptorosaurio cualquiera bajo el aguacero, solo en el último minuto y de manera trágica e irrevocable.
El idioma poulantziano parece entenderse más en suelo latinoamericano que en la propia Europa. La cuestión pasa por cómo sacar provecho de los aportes del autor griego y por cómo traducirlos a nuestro propio terreno, sin que sea ni calco ni copia.
Nicos Poulantzas ha sido considerado con justa razón como el teórico marxista del Estado más relevante del siglo XX. Influenciado por la obra de Louis Althusser, Poulantzas desarrolló una corta pero intensa tarea de reformulación de los aportes de Marx, Engels y otros marxistas como Antonio Gramsci, sobre el estatuto teórico de Estado en el conjunto de la obra de Marx. Para él, los aportes históricos como el del 18 Brumario o La lucha de clases en Francia, o sus análisis sobre la Comuna de París, eran un invaluable tesoro pero que había que completar desarrollando de manera sistemática una teoría en el sentido de lo que sí había desarrollado Marx en su crítica de la economía política. Es decir, había que desarrollar una suerte de «Crítica de la teoría política», esto es, discutir el estatuto de la política dentro de la teoría marxista.
Porque durante mucho tiempo, la política —no desde el punto de vista de la práctica militante, partidaria, pero sí desde el punto de vista teórico— había quedado relegada a un lugar subordinado por la economía, por las relaciones sociales de producción, en el sentido de la crítica formulada por Marx contra la mitologización estatista de Hegel. Y esta mirada que algunos analistas han definido como sociocéntrica, se despreocupaba de una reflexión sistemática sobre el lugar de la política en la sociedad.
Pero sus aportes tampoco carecían de problemas, puesto que la rigidez del estructuralismo le hacia ver cada movimiento del Estado solo como una función de dominación y reproducción del capital. Así, las instituciones parecían estar diseñadas, cierto que de manera impersonal, por la propia estructura de dominación, para facilitar y mejorar la dominación de clase. El aparato del Estado, por lo tanto, no dejaba de ser algo extraño y alejado de las clases populares. En el cuadro de esta perspectiva los gobiernos nacional populares, de izquierda, híbridos, podían ser entendidos lisa y llanamente como nacionalismos burgueses o reformismos al servicio de la dominación y del engaño de clase. Y a su vez, los mecanismos impersonales de la estructura se volvían omnipotentes y el sujeto era solo un «portador» de las relaciones sociales de dominación provistos por la estructura.
En primer lugar, Poulantzas liquidaba la idea de la externalidad del Estado respecto a las clases subalternas. Esto, de alguna manera, seguía la reflexión incipiente de Gramsci en los años treinta sobre la diferencia morfológica del Estado en países de «oriente» dominados por monarquías y donde las clases populares no tenían lugar en el sistema político, y Estados «occidentales» donde se había afianzado la dominación burguesa moderna, muchas veces mediante el sistema democrático de partidos y el compromiso social, en particular bajo el keynesianismo de posguerra.
En segundo lugar, tenía implicaciones teóricas sobre los componentes del Estado, puesto que ya no se trataba de un aparato homogéneo sino de un aparato plagado de contradicciones, disfunciones, cortocircuitos, en una palabra era un terreno de lucha y disputa, que variaba de cuerdo a la relación de fuerzas sociales.
En tercer lugar, los sujetos ya no eran simples portadores de relaciones, marionetas llamadas a cumplir su papel en el gran teatro de la dominación y la explotación. Podían volverse sujetos activos, actuar, modificar circunstancias, en una palabra, hacer la historia.
Todo esto lo llevó a Poulantzas a replantearse la estrategia política, que a su entender ya no podía —en la Europa de posguerra— sostenerse en la dualidad de poderes tal como se había desarrollado Lenin en Rusia y que seguía siendo la columna vertebral de la estrategia comunista hasta los años setenta, sino que se trataba de reformular la transición, donde la democracia política era vista ahora como conquista popular, como espacio de lucha, y se proponía la combinación de una estrategia de disputa dentro del Estado y a distancia del Estado, mediante elementos de democracia directa y democracia indirecta de partidos. Esto lo alejó claramente de Althusser, quién siguió sosteniendo una estrategia clásica de doble poder y una denuncia abierta del Estado burgués como radicalmente exterior a los intereses y demandas de las clases subalternas.
Por último, con su teoría relacional, Nicos Poulantzas asumía que el Estado era también productor de relaciones sociales y no un simple reflejo de algo que se producía en el mercado. Al revés, el mercado no podía existir sin la participación activa del Estado en su regulación y sostenimiento. Tenemos entonces una mirada mucho más politicista del Estado como productor de relaciones.
La idea de que el Estado era expresión de una relación de fuerzas, incluso si se decía que eran una condensación material de esas relaciones, podía arrojarlo fuera de lo que en esa época se consideraba el campo propio del marxismo, puesto que le quitaba a priori el anclaje de clase. Pero Poulantzas, que jamás cruzó ese límite, sostuvo que el Estado era, a pesar de su relacionismo, estructuralmente selectivo, conectado orgánicamente y beneficiando en la práctica a los intereses de la clase capitalista.
Además, aunque se vio influido por los aportes de Foucault sobre la dimensión pluralista de las relaciones de poder, y su relacionismo se vio influido por sus ideas, nunca abandonó la centralidad del conflicto de clase como el fundamento de su explicación de la sociedad. Intuyó, en los últimos escritos, que los movimientos sociales, estudiantiles, contra la guerra, ecologistas, feministas cumplían un papel importante y debían ser autónomos del partido, aunque nunca dejaron de ser más que «frentes secundarios» como se los llamaba en esa época. Tampoco consideró que otras relaciones de poder, por ejemplo, relaciones políticas de poder, relaciones militares de poder o relaciones de dominación ideológicas, científicas o de status, podían ser rivales de las relaciones de clase para la explicación de lo procesos sociales. Siempre rechazó las interpretaciones weberianas sobre la dominación de las élites políticas.
En sus últimos escritos y en su último libro de 1978 Estado, poder y socialismo, insistió con la categoría de estatismo autoritario, además advirtió sobre la crisis del Estado en relación al agotamiento del Estado de bienestar y el proceso de internacionalización del capital liderado por EEUU al que Europa se subordinaba cada vez más.
Hasta ahí llegó Nicos Poulantzas. Dejó instrumentos ricos, potentes, por primera vez el marxismo tenía la posibilidad de abrir una discusión seria sobre la política en cuanto categoría teórica. Y también dejó problemáticas abiertas, no resueltos, impasses, contradicciones. Igual que Althusser todos estos tópicos fueron parte del debate sobre la llamada «crisis del marxismo», que luego de su muerte no hizo más que profundizarse.
Lo paradójico del caso es que, cuando pensó que había finalizado su obra, que había encontrado una teoría sistemática del Estado, el ciclo iba a recomenzar. Pero en un ciclo inverso: ahora, su discípulo más ortodoxo, el británico Bob Jessop, sostendría que después de Estado, Poder y Socialismo, ya no se podía hablar de una teoría marxista del Estado. En el sentido de que no era ya posible una teoría omnicomprensiva del Estado. Teoría hay, pero debe ser de alcance intermedio, porque los estados son históricos, de composiciones variables, porque no hay un metafísica del Estado, sino estados históricos, coyunturas, procesos cambiantes, y esto por la misma definición relacional de Poulantzas, porque están atravesados por las luchas y conforman condensaciones diversas e inesperadas.
Esta definición tendrá repercusiones en el conjunto del andamiaje teórico en el pasaje de Poulantzas a Jessop. En primer lugar, Jessop va a sostener que no hay ni primera ni última instancia para la economía. Que nunca la estructura emerge como coyuntura, que aunque puede limitar históricamente las opciones, siempre estará abierta a la dinámica de los acontecimientos.
En segundo lugar, el Estado pasa a ser de estructural a estratégicamente selectivo. Aunque el Estado tiende a beneficiar a la clase capitalista, no está asegurado teóricamente. Podría ser que bajo ciertas circunstancias el Estado se vuelva disfuncional para los capitalistas. Porque las opciones no están definidas solo en el campo de las limitantes estrcuturales sino también en las recursividades y acciones disponibles que tienen ante sí los diversos agentes, que al optar por ciertas estrategias y dejar otras de lado, poseen un impacto diferencial sobre esas cristalizaciones institucionales, históricas del Estado y sus instituciones. Así, también tenemos Estados que ya no son capitalistas o no capitalistas, sino que son más o menos capitalistas, más o menos funcionales, y eso depende de relaciones de fuerza, de memorias y formatos institucionales y eventos políticos no inscriptos a priori en la estructura social.
Además, para Jessop, siguiendo al neoinstitucionalismo histórico, las instituciones importan, tiene capacidad de actual sobre lo social. Y también importan los discursos. Porque hay imágenes, efectos y narrativas de estatidad, antes que estados unitarios.
El papel de lo discursivo va tomando cada vez más relevancia para Bob Jessop, y aunque rechaza la lógica radical de Laclau que suelta amarras con las determinantes extralingüísticas, asume que el papel de las batallas discursivas es decisivo para definir articulaciones hegemónicas.
Al mismo tiempo retoma a Foucault en el punto en que lo dejó Poulantzas, revalorizando el componente técnico político de los dispositivos de saber-poder y las técnicas de dominación. Y aunque coincide con Poulantzas en la necesidad de dar carnadura social y en jerarquizar la dominación de clase por sobre otras existentes, Jessop asume la importancia de las dominaciones capitales y multifacéticas de la sociedad actual para trazar una estrategia contra la dominación de género, étnica, cultural, intrafamiliar o al interior de las instituciones, lo que le da un papel distintivo a los movimientos sociales. En definitiva, Jessop avanza por la cornisa de algunos de los temas posmarxistas y posestrcuturalistas que se dispararon en Francia y otros países desde la década del setenta. Hacia una mayor pluralidad de fuentes teóricas, hacia la disipación de los efectos de verdad que ofrecían las grandes teorías sistemáticas, y al debilitamiento de los fundamentos sociales de la política, acercándose de este modo a los teóricos posfundacionales.
Entonces, esta mirada estadocéntrica pone el acento en la autonomía de lo político, del rol mediador de los gerente políticos y la transforma en un actor más por derecho propio. Pero a diferencia de la versión dura de Skocpol, la versión blanda de Block establece una dialéctica entre Estado y sociedad que esquiva las tentaciones más radicales del análisis estatalista e institucionalista, que centra el núcleo de su explicación social partiendo de las instituciones y sus capacidades. El elitismo institucional de Block plantea un politicismo que va más allá de la autonomía limitada de Poulantzas, y recupera algo de las intuiciones weberianas y de la articulación hegemónica de Laclau.
No hay «lógica del capital», digamos, que pueda impedir el curso de una lucha anticapitalista en el que la élite política forme parte. Una alianza entre clases subalternas y élite política, incluso puede propiciar procesos radicales de transformación, como lo demuestran movimientos nacional populares impulsados desde arriba y desde abajo en América Latina.
Mann da una explicación alternativa a la de Poulantzas sobre la naturaleza y las relaciones del poder. Asegura, igual que Marx, que la base económica ha sido decisiva para la conformación de la sociedad y del Estado moderno, pero no la única, ni la más relevante en todo momento y lugar. Sostiene la necesidad de ver a lo que llamamos sociedad como una red de relaciones de poder económico, político, militar e ideológico con sus propias lógicas y relaciones que se entrecruzan de manera aleatoria sin que se pueda predecir el papel y la importancia decisiva de cada una, dependiendo de cada coyuntura histórica. Mann se enrola en un neoestatismo relacional.
Igual que Jessop, Mann asume como propia la definición de Poulantzas de que la autonomía del Estado (y por lo tanto su efecto de unidad) está dado por ser el lugar en el que convergen relaciones de poder. Es decir, no insiste tanto en la autonomía de los gerentes estatales como en la autonomía dada por el lugar en el que convergen las relaciones de poder, lugar de síntesis y metabolismo del poder. Su interpretación de acontecimientos como la Primera Guerra Mundial o el fascismo difieren de las explicaciones causales basadas en la economía y las disputas interimperialistas por los mercados. El fascismo, además, debería ser explicado, sostiene, desde un lugar distinto al de la determinación económica con el que los marxistas han insistido.
Block, Mann y Jessop se separan de Poulantzas en un punto crucial: el Estado no puede definirse per se como Estado capitalista, puesto que depende del tipo de orden social en el que el Estado esté enraizado. Mann y Jessop lo llaman Estado polimorfo. Y ambos no definen al Estado según sus funciones como era tradición en el marxismo, sino por la morfología de sus instituciones.
El israelí, Joel Migdal rescata el concepto de Estado como el resultado dinámico de consecuencias no buscadas, de luchas y cristalizaciones parciales, siempre puestas en duda, siempre fallidas. Una mirada que apunta contra las teorías racionalistas que prescriben cómo deben ser los estados para ser «racionales» (y es evidente que deben ser siempre a imagen y semejanza de Europa y Estados Unidos). Migdal encuentra en las ilegalidades, semilegalidades e informalidades periféricas no una muestra de irracionalidad desviada del estándar esperado, sino otra forma de gestión y otra racionalidad alternativa a los modelos eurocentristas. Proviniendo del pluralismo teórico, su convergencia con Jessop parece notable.
El proceso boliviano pone en discusión la relación entre sociedad y Estado, entre los movimientos sociales y el Estado como productor también de realidades transformadoras. Pone en discusión el concepto de materialidad e idealidad, y el metabolismo dinámico entre sociedad y Estado, el carácter disputado y no cerrado del Estado, atravesado por conflictos y disputas verticales y horizontales, heterogéneo, cambiante, cristalización de relaciones de fuerza y de múltiples relaciones de poder. Y en particular ha puesto en discusión las formas de la transición socialista, la relación entre la democracia directa y el sufragio electoral, el Estado como lugar de dominación y lugar de emancipación.
Fuimos testigos de la evolución política e intelectual de Linera, desde una perspectiva catarista más ligada al autonomismo que miraba al Estado desde una concepción externa al movimiento social, a otra en los que conceptos como el de hegemonía o la concepción relacional del Estado se hace cada vez más presente a medida que avanza su propia experiencia como vicepresidente y actor clave de la historia boliviana de las últimas dos décadas. Por eso polemizando con Holloway rechaza que la sociedad y las clases subalternas construyan su historia al margen del Estado. Así, sugiere que la idea de «cambiar el mundo sin tomar el poder» es pensar que el poder es una propiedad y no una relación, que es una cosa externa a lo social y no un vínculo social que nos atraviesa a todos.
Con todos los triunfos y derrotas, los errores y los aciertos de los gobiernos posneoliberales, el idioma poulantziano parecía echar más raíces en suelo latinoamericano que en la propia Europa, habla mejor el idioma español que el francés, el inglés o el italiano, se entiende mejor en El Alto de La Paz, el trópico de Cochabamba o las asambleas populares y movimientos feministas en Argentina, que en el barrio latino, la Sorbona o la Renault de Fline.
Estamos, entonces, en presencia de un problema de traductibilidad: en qué medida estas discusiones abiertas nos interpelan y nos ayudan a pensar nuestra propia realidad, cómo sacamos provecho de los aportes y debates que el autor griego disparó en su momento y cómo los traducimos a nuestro propio terreno sin que sea ni calco ni copia.
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